Oh, ¡un funeral cristiano para una reina cristiana!
Si lo hubiese organizado un Gobierno como el que hoy soportamos en España, la habrían despedido con un pebetero 'new age' y una tonada de Adele
Como saben todos los españoles, votantes socialistas incluidos, Sánchez se negó a declarar el luto oficial durante la fase inicial y más trágica de la pandemia, cuando morían cada día centenares de españoles. Amén de su frialdad personal, se comportó así porque temía que un reconocimiento público del dolor embadurnase el camelo de una magnífica gestión de la crisis, vendida por entonces por su Gobierno con una atronadora propaganda (cada semana llegaba un inagotable «Aló Presidente» en televisión mientras nos sometía a un encierro anticonstitucional).
Finalmente, en julio de 2020 se organizó en la Plaza de la Armería del Palacio Real un homenaje de Estado a las víctimas de la enfermedad y a los sanitarios que la combatieron. La iniciativa se ha celebrado dos veces más, en idéntico escenario y siempre con presencia de los Reyes e importantes autoridades. El protocolo del acto consiste en formar un círculo de sillas de plástico blancas alrededor de un pebetero. Hablan algunos familiares y sanitarios, pronuncia unas palabras el Rey, se prende lo que llaman «llama votiva» y se ofrendan unas flores. El resultado es una especie de ceremonia new age, en la que por supuesto nuestro Gobierno proscribe por completo todo rezo, o incluso la más mínima alusión a la esperanza cristiana, o simplemente a lo trascendente. No se tolera ni una referencia a la fe católica, cuando la mayoría de los españoles fallecidos por la covid habían recibido el sacramento del bautismo y cuando muchos de ellos eran creyentes practicantes. Como cierre del acto, versiones aterciopeladas de canciones pop. En la patria del genio Tomás Luis de Victoria, autor de un maravilloso «Officium Defunctorum». Pero eso ya no se estudia en nuestras escuelas...
Este rito vacuo del pebetero está en realidad cebado de desesperanza, pues parte de la base de que tras la muerte solo nos aguarda el vacío. Sin la fe, nuestras vidas y afanes terrenales se convierten en una carrera absurda hacia una amarga nada. Paradójicamente, semejante ritual hueco se celebra a la sombra de una catedral cristiana, la Almudena, y en un país donde más del 60 % de su población se considera católica; una nación que fue además la que llevó esa fe a todos los confines del orbe.
Se ha muerto Isabel II, profunda creyente, una Reina cristiana. ¿Y qué tipo de despedida ha recibido? Pues un funeral cristiano, donde se ha parafraseado como esperanza en una vida tras la muerte la frase con que ella misma animó a sus compatriotas durante la pandemia: «Nos volveremos a ver».
«Entregamos a las manos de Dios el alma de su sierva, la Reina Isabel», proclamó solemnemente el deán de Westminster. La primera ministra, Truss, leyó un pasaje del Evangelio según San Juan. Los congregados entonaron El señor es mi pastor y otros himnos cristianos, interpretados con una musicalidad excelsa. Más tarde, en el entierro en Windsor, se celebró un nuevo oficio religioso.
Si la organización hubiese recaído en manos del sanchismo, la mediocridad revanchista y desmemoriada que hoy nos gobierna, a Isabel II la habría despedido con el pebetero, una balada ñoña de Adele y unas palabras de Emily Maitlis. España es un gran país. Por eso, cuando las urnas entierren el experimento excéntrico que supone el actual Gobierno, el siguiente debería hacer un esfuerzo por respetar nuestra historia, creencias y tradiciones. Un pueblo sin memoria es un árbol con las raíces levantadas, una veleta oxidada por el viento de lo insustancial.