De cómo nos hemos vuelto tarumbas
Si hace solo diez años alguien nos dijese que sumidos en una grave crisis estaríamos dedicados a debatir sobre la transexualidad no nos lo creeríamos
Mi hermano, que es un gran cirujano –y no lo digo porque sea mi hermano, que también–, hizo un día en una cena un sintético apunte que me llamó la atención: «Pues yo no conozco a ningún transexual». Me quedé pensando y extrañamente me ocurre lo mismo. Soy de 1964, de la Quinta del Buitre, así que llevo ya un rato dando tumbos por el valle de lágrimas. He trabajado en varias empresas, alguna con más de 200 empleados. He viajado lo que me ha tocado, que ha sido bastante, aunque prefiero estar tranquilo en una habitación, como recomendaba Pascal. He conocido a muchas más personas de las que me apetecería… Sin embargo jamás he trabado contacto con alguien transexual, lo que me lleva a una conclusión evidente: no debe haber tantos.
Debido a las obsesiones doctrinarias del ala piji-comunista, flipadilla y arcoíris del Gobierno, nos encontramos con que uno de los temas que están marcando el debate político español es una ley sobre la transexualidad. Sin embargo, ni siquiera nos han facilitado el dato aproximado de cuántas personas transexuales existen en España. Esa cifra permitiría calibrar si hablamos de un asunto muy extendido, y por lo tanto relevante, o de un tema residual en el conjunto de la sociedad española (con todo el respeto para quienes crean que su auténtica naturaleza no se corresponde con la biología que les ha tocado en la cuna).
Si hace diez años alguien nos hubiese dicho que el Gobierno estaría ocupando con lo trans cuando el país vive una crisis de caballo, habríamos mirado a ese augur como a un chiflado. Antes del advenimiento del sanchismo, parecía impensable alcanzar semejante GG (Grado de Gilipollez). Pues bien: ya estamos ahí.
Las asociaciones caritativas cuentan que se encuentran desbordadas como nunca en lo que va de siglo. El empleo se está trabando y se espera una recesión el año próximo. La inflación resulta atosigante. ¿Y qué debate nuestro Gobierno? Pues una ley lisérgica, que pretende que si el levantador de piedras Iñaki Perurena se levanta estupendo una mañana y dice que él es una tía de toda la vida, bastará que vaya a un registro y se declare mujer para pasar a constar como tal a todos los efectos. Es decir, una norma que niega la evidencia del sexo biológico. Una ley tan disparatada que hasta las feministas del PSOE se han puesto de uñas y han intentado pararla. Aunque Mi Persona le ha dado la razón a Podemos (como siempre, por otra parte).
¿Por qué sucede todo esto? ¿Por qué nos hemos vuelto tarumbas? ¿Por qué se ha tornado tan estrafalario el debate público? Lo explicó estupendamente Mark Lilla, profesor de Humanidades de Columbia, en un brevísimo librito de 2018 llamado El regreso liberal. Allí diseccionaba cómo la izquierda estadounidense se volvió «incapaz de desarrollar una visión política del destino compartido del país». En vez de atender a las demandas de las capas anchas de la sociedad, léase las familias clásicas, «se lanzaron a las políticas del movimiento de la identidad y perdieron la noción de lo que compartimos como individuos y de lo que nos une como nación».
Y eso exactamente es lo que hace ahora aquí el sanchismo. Por lo que está llamado a convertirse en una anómalo paréntesis, que solo pudo ser posible por dos motivos: un pacto felón, inimaginable, para asaltar el poder de la mano de partidos antiespañoles y una situación televisiva anómala en las democracias al uso, pues casi todas las cadenas reman para la izquierda pervirtiendo el necesario pluralismo.
Seamos francos: la situación de las personas transexuales no supone ninguno de los problemas importantes de España. Ahora bien, crear desde el poder una ideología oficial al respecto, que va a llenar de inseguridades y dudas a muchísimos adolescentes, sí puede acabar siéndolo.