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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Ironías

Decía mi admirado don Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate que la ironía en España era muy peligrosa, porque los españoles somos más elementales que irónicos

Actualizada 01:29

Un amable comentarista de mis artículos en El Debate, se ha sentido herido, y con toda la razón de su parte, cuando ha interpretado textualmente el tratamiento de «estadista» que concedí en mi artículo de ayer, 2 de noviembre, a Irene Montero. Lógicamente, se trataba de una ironía. Elegí «estadista» como podría haber optado por «sensata», «cuerda», «sentimental» o «culta». Decía mi admirado don Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate que la ironía en España era muy peligrosa, porque los españoles somos más elementales que irónicos. Cumplió Antonio Mingote sus primeros 50 años de genial colaboración diaria en ABC, y me encomendaron que escribiera una Tercera al respecto. Le había dedicado muchos escritos en mi vida, presentado libros, compartido actos culturales, y se me ocurrió escribir de los defectos de Antonio, por otra parte inventados. Dije en aquel artículo que Antonio Mingote se dedicaba, durante sus paseos por El Retiro, a pinchar los globos de los niños para hacerlos llorar. Que lanzaba con pericia piedras contra los patos de los estanques. Que a las mujeres que no le gustaban les ponía zancadillas. Que a los hombres de pequeña estatura les recordaba que parecían enanos de circo. Y que por las noches, rompía con una maza los cristales de los escaparates. Se recibieron en ABC, además de centenares de llamadas, otros tantos correos rebosados de indignación. Una de las cartas terminaba de esta guisa. «Siempre creí que usted y don Antonio eran íntimos amigos, pero compruebo por su artículo que estaba equivocado. Es usted un canalla». Claro, que la ironía es mucho más peligrosa cuando los que pican en el anzuelo son personas relevantes. Escribí una doble página durante 15 años en el semanario Época, que dirigía el gran Jaime Campmany. Y un día de mente en blanco, se me ocurrió inventar un viaje a un balneario de Islandia con Campmany, Mingote, Martín Prieto y el arriba firmante. Los tres anteriores pasaban por tiempos de excesiva gordura. El balneario de Kifloejj se ubicaba a orillas del lago Tinduff. Un lago de aguas volcánicas y calientes. Previamente, a Campmany, Mingote y Martín Prieto les aplicaron un masaje con escamas de salmones hembras. Cubiertos de escamas de salmón, los tres se adentraron en el lago, y siete minutos más tarde fueron invitados por los monitores a abandonarlo. Cuando salieron de las aguas, los tres habían perdido de diez a doce kilogramos de peso. En una reunión de la Real Academia Española, un académico muy ligado a ABC, Torcuato Luca de Tena, le solicitó a Mingote la dirección del balneario de Kifloejj para hacerse el tratamiento de las escamas de salmón. Antonio no sabía cómo decirle que se trataba de una broma. Pero el asunto se enredó cuando uno de los principales clientes de publicidad de Época llamó a Jaime Campmany con la misma intención. Pedirle las señas de Kifloejj para reservar una habitación durante una semana. Era el presidente de Nestlé España, Vicente Mortes Alfonso, exministro de la Vivienda. «Me tienes que sacar de este lío», me dijo Jaime. Era empresa imposible. Y en otra ocasión, escribí de una expedición a la selva del Amazonas con Antonio Mingote de compañero, para conocer de primera mano las costumbres de los indios Cururú. Durante la expedición, Mingote sedujo a la princesa Cururú, «Huaya Acurí» –Luz de Plata en su traducción literal–, y le prometió matrimonio. Pero una noche logramos escapar en piragua, llegar hasta Manaos y desde ahí volar a Río de Janeiro y finalmente a Madrid. Pero el padre de «Huaya Acurí», «Manumé Lamú» –El que jamás acertó con la cerbatana en su traducción literal–, furioso ante el honor mancillado de su hija, tomó la decisión de buscar a Antonio Mingote en Madrid –Antonio se fue de la lengua y le entregó a «Huaya Acurí» su dirección– para proceder a la venganza. En Madrid, se escondieron detrás de los árboles de la calle Samaria, entre Menéndez Pelayo y El Retiro, y aguardaron al malvado seductor. Pero Mingote no abandonó su hogar. Sí, en cambio, lo hizo Isabel, su mujer, para acudir al supermercado, y los cururúes dispararon sobre ella con sus cerbatanas. Una flecha se clavó en un muslo de Isabel. No obstante, apenas rozó su piel. Herida leve. Y terminaba mi artículo tranquilizando a los amigos de Isabel Mingote. Y estaba Isabel en su casa cuando sonó el teléfono. Era Camilo José Cela, gran amigo de los Mingote, que había leído mi texto y se mostraba muy preocupado por la salud de Isabel: «Es indignante que unos indios te hayan disparado con una cerbatana en Madrid». Y claro, Isabel se limitó a darle las gracias por su interés.

La ironía es peligrosísima. Quede y reste tranquilo mi amable lector en El Debate. Elegí irónicamente la figura de la Montero como «estadista», para ayudar a la sonrisa en un artículo tan áspero e indignado como el de ayer. Lo siento mucho.

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