¿Abortaría usted si pudiera vivir como Irene Montero?
Un Gobierno que solo ofrece bisturíes, inyecciones y nichos no tiene nada de progresista
Toda mujer que acudiera a practicarse un aborto debería tener derecho a que la Administración Pública le trasladara, antes de continuar, una simple pregunta: ¿tendría usted a su hijo de poder llevar la vida de Irene Montero?
Si la respuesta es afirmativa, como parece probable conociendo el salario, las dietas, los viajes, la casa y los ahorros que ha logrado acumular la joven excajera desde que entró en política, el debate proabortista quedaría cautivo y desarmado de un plumazo. O al menos ubicado en su verdadero contexto.
Porque si son las circunstancias las que deciden el desenlace de un embarazo, ofrecer como única alternativa la peor de todas ellas es, lejos de una conquista progresista, un abandono intolerable.
¿O ese razonamiento que aplican a la prostitución, según el cual nadie se dedicaría a eso de disponer de un plan B, no es válido también para el caso que nos ocupa? ¿Las meretrices lo son por la fuerza de sus circunstancias, y por eso hay que darles otras, pero las abortistas son todas felices activistas de la causa y no hay que perder ni un minuto en ayudar a la que no lo sea?
¿Hubiera tenido a sus tres hijos la ministra si, en lugar de ganar lo que gana y vivir como vive, hubiese tenido que apañarse con el SMI y sacar adelante a los retoños en un cuarto sin ascensor en Moratalaz, sin servicio en casa ni chófer diario y con un padre fijo discontinuo al lado como único apoyo?
Con que una sola de las casi 100.000 mujeres que abortan cada año en España hubiera decidido otra cosa de haber tenido a su alcance alguna alternativa, es suficiente para entender la necesidad de trabajar en dárselas, sin imposiciones pero también sin las coacciones castrantes de quienes consideran que al aborto es una fiesta y la única manera, en realidad, de realizarse como una auténtica mujer.
Una sociedad decente, y progresista, nunca pone en primer lugar el último de los recursos, ante la certeza de que tal vez los ciudadanos en peores circunstancias elegirían otro camino de haberlo tenido a mano: poner una inyección letal a un ser humano, operarle para cambiar de sexo o interrumpir quirúrgicamente una gestación son medidas traumáticas e irreversibles y, por eso, solo podrían llegar a tener algún sentido cuando el resto de opciones han fracasado, no son ya viables o, pese a conocerlas, se rechazan desde una voluntad plenamente consciente y madura.
Nada tiene de avanzado, moderno, progresista ni social permitir que la Administración ofrezca siempre una solución final que se salta los pasos intermedios, más costosos, sin duda, pero también más decentes moralmente y más solventes científicamente.
Porque existen las abortistas, los transexuales y los suicidas convencidos, sin la menor duda, que querrán hacer ese viaje a toda costa por un cúmulo de circunstancias que, no obstante, solo merecen atención pública en aquellos casos perfectamente regulados que no atiendan en exclusiva al capricho y dispongan de un chequeo médico, social y psicológico suficiente.
Pero también existen las mujeres que abortan por miedo, desesperación o pobreza. Y la gente sana que se practicaría la eutanasia por sus pocas ganas de vivir, por la soledad, el desamor o los trastornos mentales. Y los menores de edad que se cambiarían de sexo por confusión, inmadurez y moda.
Y si abandonar a su suerte a quienes, pasados todos los filtros, persistan en su trágica decisión, es inhumano; invitar a que culminen sus planes a quienes podrían cambiarlos de disponer de las herramientas oportunas es, además, cruel, indecente e inmoral.
El problema no es ofrecer ecografías en 4D, pues, sino ofertar en exclusiva inyecciones, bisturí y nichos funerarios. Porque si todo el mundo pudiera vivir como Irene Montero, nadie querría cambiar de vida. Y si todo el mundo pudiera morir sin dolor y acompañado, nadie querría morirse antes de tiempo, solo y aguijoneado.
Proponer la muerte mientras tú te das la vida padre es un timo. Y a los timadores no se les da las gracias: se les pone en su sitio.