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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Madre y abuela de un bebé comprado

El caso de Ana Obregón resume el despropósito de los vientres de alquiler, que nunca son los de una pija para ayudar a una pobre

Actualizada 01:30

Ana Obregón ha rizado el rizo al anunciar que su hija, legal en Miami y alegal en España, es en realidad su nieta, nacida con el semen congelado de su hijo fallecido, implantado en óvulo de una desconocida que, a cambio de un dineral, ha decidido prestar su vientre para engendrar a un bebé separado de su madre biológica a los tres minutos de nacer, para que su abuela salga con ella en brazos de un hospital que no la atendió en una silla de ruedas que no necesita.

Solo los hechos, colocados secuencialmente uno a uno, son suficientes para dudar de la historia en su conjunto, pues a cada esfuerzo insuperable por derrotar a las leyes de la naturaleza le sucede otro que le supera ampliamente, en un bucle eterno donde todo parece posible, ético y presentable con la excusa de que se busca la felicidad.

Un tal Torito, que al parecer era o es reportero de uno de esos programas a los que tildábamos de «telebasura» hasta que llegaron los Telediarios de Sánchez, narró en una entrevista no muy antigua un proceso similar, vivido en Los Ángeles junto a su marido, con unas cuantas sandeces recibidas con alborozo en pantalla: «Apenas estuvimos doce horas en Los Ángeles. Fuimos allí, nos dijeron que ya salía, y nos lo trajimos».

Las palabras pueden no ser literales, pero no diferían mucho de las pronunciadas por el elemento, que no parecía distinguir muy bien la diferencia entre un bebé y una ensaimada ni entre un útero y un horno.

Pero le rieron la perorata, como a tantos otros gais que, antes de Obregón, hicieron algo parecido para enmendar el ciclo de la vida, la muerte o la biología convirtiendo la billetera en un controvertido aparato reproductivo capaz de superar toda traba, incapacidad o frustración inherentes a la condición humana.

Ahora hay quien ve en la revelación de que la diva televisiva es en realidad la abuela de su hija una justificación, pero agrava aún más el despropósito de todos los ricos que se compran una incubadora humana para saciar su sed de posteridad. Porque no varía el fondo del asunto, que es la compra de un útero ajeno, y le añade una trampa legal o al menos moral a las autoridades americanas y españolas.

Nada personal hay en estas líneas, ni siquiera la edad de Obregón o la condición sexual de Torito son relevantes, antes de que alguien saque a paseo las zambombas del edadismo o la homofobia: la enmienda es a priori, antes de consumar un acto infame que sin embargo genera familias de verdad, y es válida también para todos los casos con independencia de la era geológica o los gustos de alcoba de los padres compradores.

Porque ése el asunto final: no se conoce caso de una mujer estéril de un poblado tercermundista a las afueras de Mogadiscio que haya recibido la visita de Tamara Gorro para ofrecerse a engendrarle gratuitamente el hijo que ella no puede tener.

Siempre es al revés y, cuando no hay esa sideral distancia económica y aparece en escena una supuesta voluntaria con un nivel de vida suficiente para no caer en las redes del negocio, actúa igualmente el otro gran móvil de todos los usuarios de la subrogación: lo quieren pronto, lo quieren pequeñito y, a ser posible, que no sea ni negro ni chino ni les irrumpa en casa con más años de los convenientes y alguna incómoda patología. A la ruleta de la adopción que jueguen otros; a ellos solo les sirve la perfección, que es el lujo caprichoso que pueden permitirse los ricos.

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