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El puntalAntonio Jiménez

Del ridículo de Bolaños a la desfachatez de Sánchez

Sánchez cae en el ridículo cuando critica a Ayuso por exigirle respeto institucional, él, que ocupa e instrumentaliza las instituciones y organismos públicos a su antojo

Actualizada 01:30

Josep Tarradellas tenía un sentido del decoro institucional inalcanzable para esa patulea de nacionalistas e independentistas catalanes que han heredado y deteriorado la institución que él presidió. Para el venerable y elegante político que regresó del exilio en los primeros compases de la Transición, en 1977, y exclamó en una abarrotada plaza de San Jaume que apenas le conocía, «Ciutadans de Catalunya, ja soc aquí» (Ciudadanos de Cataluña, ya estoy aquí), las formas, la liturgia y el protocolo en la política tenían el mismo valor, importancia y trascendencia que en las Monarquías o en la religión.

Recordada y muy repetida, en ese sentido, es la anécdota protagonizada por el sacerdote y senador nacionalista, Luis María Xirinacs, quien tras solicitarle una audiencia para abordar la situación política se personó en la presidencia de la Generalitat, ataviado con un jersey raído plagado de pelotillas, vaqueros y unas sandalias como las de aquel diputado visceral de la CUP que amenazó con tirarle una de las suyas de aspecto maloliente a Rodrigo Rato en el Parlament, y Tarradellas lo despachó con educadas formas y fina ironía de esta guisa: «Ya veo mosén que va usted de excursión al campo. Vaya, vaya y otro día hablaremos de lo que usted quiera».

A Tarradellas se le atribuye también una de las frases lapidarias que más y mejor retrata en general a los políticos, con independencia de su credo ideológico: «En política se puede hacer todo, menos el ridículo». Cuando Tarradellas la pronunció ya estaba pensando en Bolaños que no sólo hizo el ridículo en la Puerta del Sol intentando colarse en un acto institucional sin estar invitado, sino que además evidenció que el cargo de ministro del Gobierno de España no garantiza a quien lo desempeña que no vaya a perder la dignidad. Bolaños hizo el ridículo y también perdió la dignidad.

Unos quedan abochornados como Bolaños y otros caen en lo grotesco, como Sánchez o la ministra portavoz Isabel Rodríguez. Sánchez cae en el ridículo cuando critica a Ayuso por exigirle respeto institucional, él, que ocupa e instrumentaliza las instituciones y organismos públicos a su antojo hasta el extremo de haber convertido la Moncloa en un plató electoral y ser el único presidente sancionado por ello por la Junta Electoral Central (JEC).

En lo grotesco incurre Sánchez también cuando la Unión Europea pide a sus socios que endurezcan las penas de corrupción por malversar dinero público, que es todo lo contrario de lo que él hizo beneficiando a sus socios «indepes», y responde con un desparpajo infinito que celebra la directiva de Bruselas porque España ya ha hecho los deberes y se ha adelantado a la reforma.

Exhibir sin complejo un rostro de hormigón armado e insultar a la inteligencia de los ciudadanos con declaraciones de ese tenor se ha convertido en norma de la casa «sanchista» . La ministra Portavoz, Isabel Rodríguez, acaba de ser reprobada por la Junta Electoral por hacer de la sala de prensa de Moncloa un apéndice de la sede del PSOE y utilizar las ruedas de prensa, teóricamente convocadas para dar cuenta de lo aprobado por el Consejo de Ministros, para atizarle siempre al PP y mucho más en período electoral.

Advertida por la JEC de la evidente pérdida de neutralidad institucional en vísperas electorales, la ministra Portavoz alega con desfachatez que si no puede responder a las críticas de la oposición sería censura. Claro que esta ministra, que al parecer no ha caído en la cuenta de que para contestar a la oposición ya tiene el Parlamento y las sedes de su partido, es la misma que teoriza y confunde Gobierno con democracia y asegura que criticar y atacar al Gobierno es atacar a la democracia. Sólo le faltó añadir, en otro alarde de burla infinita, que Sánchez es la democracia.

Lo dicho, no se puede tener más poca vergüenza y más caradura. Confiemos en que Platón tenga razón y, en efecto, el ridículo y la burla sean, entre todas las injurias, las que menos se perdonan. Sobre todo en las urnas.

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