La admirable admiración
Cualquier trabajador cualificado en aquello que hace de maravilla o cualquier profesor en lo que sabe o cualquier profesional concienzudo dejan de ser masa cuando se concentran en lo suyo
He pasado los últimos días de vacaciones en unas apasionantes jornadas académicas sobre el método de los grandes libros. El segundo día participé en una sesión sobre La rebelión de las masas de Ortega y Gasset. Es tremendamente actual, porque la calidad de las élites sigue yendo a menos y las masas cada vez son más masivas también en el sentido cualitativo que encrespaba al filósofo español.
Del misérrimo nivel de las élites habíamos hablado el día anterior. Comentando las Coplas a la muerte de su padre, salió la cuestión del honor y una participante se preguntaba por su actualidad, cuando tenemos a un presidente de Gobierno que miente impunemente, sin ninguna consecuencia ni judicial ni electoral. Razón de más para caer, ay, qué remedio, en La rebelión de las masas.
Ortega se da cuenta, como muchos pensadores de primer nivel de su tiempo, de que la única manera de encauzar la invasión vertical de las masas que el siglo XX traía consigo era proponerles un ideal noble. Invitarles uno a uno al esfuerzo y a la selección. Lo que propuso el aforista polaco S. J. Lec: «Hay que popularizar el elitismo». Cualquier trabajador cualificado en aquello que hace de maravilla o cualquier profesor en lo que sabe o cualquier profesional concienzudo dejan de ser masa cuando se concentran en lo suyo. Vuelven a ser masa, sí, pero civilizada, cuando atienden y reconocen al que sabe en otras materias. Solamente son masa rebelada cuando las gentes no reconocen el saber, se regodean en su vulgaridad y se dan a la vida muelle exigiendo derechos y repudiando deberes.
Como sociedad, claramente, nos iría mejor con la propuesta de Ortega; pero tiene sus dificultades, que algunos participantes expusieron con admirable claridad de ideas. Primero, ¿para qué esforzarnos si tenemos una vida absolutamente confortable gracias al progreso técnico, al ocio generalizado y a las ayudas públicas? En segundo lugar: para el ser humano, la necesidad social de pertenencia al grupo es mucho más importante que la autoestima. ¿Quién querría, con gran esfuerzo, separarse de su pandilla o de su clase o de su comunidad?
Como el coste social, político y personal de la rebelión de las masas es tan grande, nos tendríamos que preguntar cómo desarticular los dos inhibidores del afán de excelencia, que también es innato en los seres humanos. Se ven enseguida dos actitudes que transmitir. La primera es recordar que el alma tiene aspiraciones más altas y más naturales que las materiales. El consumismo produce ceguera. La oftalmología espiritual ha de ser la primera especialidad, hoy por hoy, del profesor.
Si uno consigue que vean mejor, todavía no ha acabado el trabajo. Queda la segunda dificultad. En realidad, la excelencia de uno lo aleja de la comunidad porque ya no sabemos admirar. El problema no es el mérito, sino la envidia. O el resentimiento. Cuando un grupo o un pueblo o una sociedad aplaude a un miembro excelente o destacado, se cohesiona más. La admiración no es un juego de suma cero, sino un círculo virtuoso. El admirado admirará más fácilmente a otro por lo que ése hace bien y después a otro y así a todos. Como explicaba Ortega, cada cual está llamado a ser élite de su vocación y oficio, y los demás a reconocérselo. Cuando Nicolás Gómez Dávila escribió: «Negarse a admirar es la marca de la bestia» estaba siendo más profundo de lo que parecía. Sin admiración, la comunidad se condena a ser un enjambre amorfo donde todos se envidian y rebajan unos a otros. Un infierno.
Empieza el curso y los profesores de todos los niveles, además de nuestros programas, tenemos una doble misión: más allá de la utilidad, la comodidad y el rendimiento, están la belleza y la verdad; y la admiración es una de las tres vías naturales de relacionarse con el prójimo, junto con la amistad o el amor.