Oh, ¡y no eran gais!
Me puse a ver la estupenda película «Las ocho montañas» esperando en cualquier lance los inevitables guiños «progresistas», pero para mi relax nunca llegaron
Por recomendación de mi mujer, un día de estos nos pusimos a ver en casa la película Las ocho montañas, que el año pasado ganó el Premio del Jurado en el Festival de Cannes y el galardón a la mejor cinta en Italia. Está rodada en italiano y fue dirigida por un matrimonio belga, un hombre y una mujer, padres de un hijo. Cuenta la historia de una gran amistad entre dos hombres, desde niños a adultos, en un marco de una belleza apabullante, el valle de Aosta, en los Alpes italianos.
Uno de los protagonistas es Pietro, niño urbanita de Turín, hijo de un ingeniero y una maestra, familia que veranea en la montaña alpina. El otro personaje es Bruno, el único niño de la aldea, una especie de buen salvaje, que inicia a Pietro en las libertades y alegrías que ofrece una infancia en plena naturaleza. Los dos amigos de la niñez se distancian durante largos años y luego, ya adultos, retoman su amistad construyendo mano a mano una cabaña en la zona más agreste de la montaña. Y no sigo, porque no les quiero arruinar la película, que es estupenda, aunque la música elegida desmerezca de la magnificencia de los paisajes (con un poco de Bach, Keith Jarrett, Tomás Luis de Victoria y Górecki, la cosa rozaría el cielo).
Cuando los dos protagonistas retoman su amistad son ya unos treintañeros corpulentos de barba hípster. Estamos tan dopados por la monserga «progresista» de las plataformas estadounidenses que confieso que según iba avanzando la estrechísima relación de los dos hombres en la película, me dije: «Bueno, y ahora faltan tres minutos para que uno se abalance sobre el otro en las soledades montañeras y comience el inefable rollito gay», pero no. La película se limita a enaltecer algo que siempre ha existido y existirá, la amistad profunda y vivificante entre dos personas, nada más. Sin ensoñaciones homoeróticas, sin cataplasmas freudianas.
Tampoco hubo ni rastro de otros guiños que resultarían obligados en una película de Netflix sobre la naturaleza y una amistad entre un burgués y un proletario. En manos «netflixteras», nos sermonearían sobre el cambio climático amenazando los Alpes y el glaciar que aparece en la película se derretiría como un polo de palito por la huella de carbono. También aparecería un malvado especulador, presto a mancillar la zona virgen con un vil hotel de hiperlujo, y por supuesto los burgueses estarían caricaturizados como unos cabroncetes que explotan al bueno del montañés, que sería un ángel «progresista», «ecologista» y «comprometido». Pero –¡oh sorpresa!– nada de eso hay en Las ocho montañas, más bien todo lo contrario.
Así que lo pasamos estupendamente viendo una película muy humana, con sus momentos dramáticos, pero habitada también por valores positivos. Una historia –y para que nos entendamos voy a utilizar un adjetivo muy incorrecto– «normal» (y lo digo, por supuesto, con todo el respeto que merecen las personas homosexuales).
Pedro Almodóvar anuncia su nuevo título, un película del Oeste. Pero no esperen una a lo John Ford. Tendrá la celebrada marca de la casa. En una entrevista en The Times, la promociona con este titular: «Mi película de cowboys gay es absolutamente erótica». En fin...
Puedo prometer y prometo que jamás la veré.