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Pecados capitalesMayte Alcaraz

La rendición que mata el legado de nuestros padres

Podrán convocar un referéndum, tendrán su propia diplomacia internacional y además el Estado obligará a volver a las empresas que escaparon de Cataluña

Actualizada 01:30

Imagino a Sánchez Pérez-Castejón mirando de reojo en la tele a su número tres, el enterrador del Estado de derecho al que ha enviado a Bruselas, pero a la vez observando tras las cortinas del palacete de Moncloa el cielo velazqueño de Madrid enturbiado por el humo procedente del incendio institucional que acababa de provocar. Le imagino, como Nerón, relamiéndose de las llamas que queman la Constitución de 1978, la obra de toda una generación de españoles incluidos nuestros padres. Imagino a Pedro disfrutando del resplandor provocado por los enfrentamientos de parte de la sociedad civil por las calles de toda España. Feliz de que, por primera vez desde el abrazo de las dos Españas tras la muerte de Franco, el país sea hoy un campo de trincheras ideológicas, quizá las mismas trincheras causantes del disparo a Vidal-Quadras. Feliz de calcinar nuestro patrimonio moral y legal. Feliz de reconocer que una parte relevante de la sociedad catalana «no se siente identificada con el sistema político vigente en España». Feliz de romper la nación donde, a partir de ahora, la «legitimidad popular» está por encima de la legitimidad legal. Feliz de someter a la cuarta economía europea al arbitraje de un verificador internacional, como si fuera Angola.

Pedro le regaló ayer la agenda política de los próximos cuatro años a Puigdemont, el expresidente que volverá a España sin pasar por la cárcel –en medio de la sorna de sus compinches del golpe de 2017– y no solo él sino todo su entorno, impunidad de la que disfrutarán también investigados por terrorismo y por corrupción, a los que el PSOE reconoce que fueron perseguidos, no por preparar bombas o robar dinero público, sino por estar en el entorno separatista. Es decir, los socialistas asumen la persecución del Estado contra los «pobres» golpistas; por tanto, acusan de prevaricadores a los jueces españoles. Legislativo, judicial y ejecutivo, los tres poderes en uno, como en cualquier dictadura que se precie. Podrán convocar un referéndum, tendrán su propia diplomacia internacional y además el Estado obligará a las empresas que escaparon de Cataluña tras el procés, a que vuelvan allí. Supongo que, si no lo hacen, oiremos aquello del «nacionalícese», como en el régimen al que nos acercamos.

La euforia del huido ayer comparada con la cara fúnebre de Cerdán demuestra quién ganó: la persona que vive para destruir España. La rueda de prensa del secretario de organización de Ferraz pasará a la historia como la comparecencia más humillante de nuestra democracia. La sucesión de cesiones dio sus frutos: Sánchez será investido la semana que viene, con el permiso del PNV, que busca romper la caja única de la Seguridad Social. Así que esto sigue. Ayer tuvimos que aguantar cómo los trompeteros sanchistas encima agradecían a Puchi que planteara un referéndum de autodeterminación al amparo del artículo 92, que establece que las decisiones de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos, y renunciara a una consulta unilateral. El colmo de la hipocresía supone que encima tengamos que reconocer al forajido que nos quiere asesinar con un chute de cicuta rápido y no torturándonos lentamente. Además, se llevarán el 100 por la decisión de tributos, mientras entre todos les seguiremos pagando las pensiones a los jubilados catalanes. Adiós al principio de igualdad ante la ley con la amnistía y al reparto de la riqueza entre comunidades autónomas con el perdón de la deuda.

Decía San Agustín que la necesidad no conoce leyes. Me atrevería a decir que las aniquila. Y ayer, por la necesidad de un sujeto se aniquiló nuestro Estado de derecho, ante los ojos de Europa que a lo más que ha llegado es a dar pellizquitos de monja a Pedro Sánchez y la preocupación de más de once millones de españoles, que están representados por la mitad de los diputados de las Cortes Generales. No todo está perdido porque todavía hay una masa crítica –jueces incluidos– que no está dispuesta a tragar con esta infamia, pero mucho me temo que, si la UE no lo bloquea y atendiendo a la capacidad de pasar página y normalizar lo anómalo por parte de muchos de nuestros compatriotas a cambio de que no gobierne la derecha, será difícil revertir esta barbaridad. A cambio de siete sucios votos en el Congreso, el séptimo presidente de la democracia, que recibirá a Carles con un «Welcome, Puchi» en breve, ha establecido un nuevo régimen muy próximo a una autocracia. En esta nueva Españazuela, ser terrorista, corrupto y/o golpista, siempre que seas catalán y separatista, te hace impune ante la ley.

Pactar la capitulación del Estado democrático con un cobarde huido en un maletero y hacer reposar tu gestión frente a la mitad de tus compatriotas es una cosecha tan triste, paupérrima e inmoral que sería suficiente para invitar a cualquier ciudadano decente, máxime si ostenta una alta magistratura política, a salir, cerrar la puerta y no volver a asomar la nariz en la escena pública. Pero nada de eso ocurrirá. Es más, a partir de ahora lo difícil va a ser desalojar al libertador de terroristas del palacio de La Moncloa. Su entreguismo a la peor calaña de odiadores de nuestra nación, le franquea el paso para seguir conformando mayorías repugnantes en las sucesivas legislaturas. Solo si la derecha se une –Feijóo y Abascal deben ser conscientes de lo que nos jugamos– y los socialistas de bien pasan de las musas de la queja al teatro de no volver a votar a Sánchez, algún día podremos verlo fuera del poder. Si sigue la división conservadora, a la izquierda responsable se le va toda la fuerza por la boca y las élites de este país siguen amordazadas por su dependencia del presupuesto público y los favores presidenciales, será difícil recuperar lo que acabamos de perder.

Todo esto partió de una gran mentira que tiene nombre y apellidos: Pedro Sánchez. Y como escribió Dostoievsky, en el mar de la mentira solo flotan peces muertos.

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