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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Félix Apaños, la banalidad del mal

Sánchez es ya un régimen, pero necesita de una tropa obediente de acólitos como Bolaños que ejecuten sus órdenes sin hacerse preguntas

Actualizada 01:30

A Hannah Arendt le sorprendió mucho, durante el jucio a Eichmann en Jerusalén, constatar la mediocre apariencia, la insignificante personalidad, la ramplona retórica y el rutinario desapego que adornaban al principal ejecutor de la «solución final» con la que el nazismo exterminó a seis millones de judíos y, probablemente, a otros cinco de distintas minorías, condiciones, nacionalidades y credos.

La filósofa escribió, con ese material recabado en directo, Un estudio sobre la banalidad del mal, un tratado definitivo para entender que las tragedias más grandes se perpetran con la complicidad de los hombres más pequeños, cuya ínfima moralidad y nula capacidad intelectual les lleva a atender las órdenes más siniestras con la disposición de un correcto funcionario.

Eichmann, hijo de una contable y de una ama de casa, antiguo vendedor de aceite para el motor, fue el diligente organizador de la Conferencia de Wansee, donde un puñado de burócratas del Reich debatió, estudió y decidió la mejor manera de exterminar a una población al menor coste posible. Así nacieron las deportaciones masivas, los interminables convoyes de trenes, los campos de concentración, los hornos crematorios y el zyklon B, el pesticida mezclado con cianuro que abarató la mayor industria de la muerte creada por el ser humano.

«Yo solo hacía mi trabajo», vino a decir un hierático Eichmann ante el tribunal que finalmente le condenó a la horca: recibió la sentencia sin mover los labios ni las pestañas, sin cara de desafío, con la misma inanidad con que clasificaba los tétricos albaranes de recuento de sus víctimas. Y así murió en la primavera del año siguiente, entre los muros de la prisión que, al lado de Auschwitz, Treblinka o Sobibor era una hotel de cinco estrellas.

Los peores capítulos de la humanidad necesitan de hombres como Eichmann, incapaces de distinguir la frontera entre lo legal y lo ético, entre las órdenes y los caprichos y aferrados, con lealtad lacaya, a la peor de las excusas posibles: «Solo cumplia con mi trabajo».

Al nazismo le hizo falta un Hitler, ejemplar único y quizá irrepetible, pero también muchos Eichmann, como el sanchismo necesita un Sánchez, claro, pero también unos cuantos Bolaños.

No son personajes ni circunstancias ni intenciones parecidas, antes de que la epidermis del Régimen se excite como un galán de noche, esa flor peculiar que abre sus hojas y se golpea el pecho al caer el sol y rozarse con los misterios lunáticos de la noche.

Pero sí hay una coincidencia entre la desnaturalizada manera de ejercer el poder de líderes caudillistas de distintos tiempos y la ovina manera de ejecutar las órdenes de sus rebaños correspondientes.

A Félix Apaños, que ya debemos cambiarle el apellido para entendernos mejor e identificar sus andanzas con facilidad, le han encargado recubrir los abusos de una falsa apariencia de legalidad, como si el día pudiera convertirse en noche por decreto y al margen de las evidencias.

Que en este caso son nítidas: Sánchez es presidente gracias a un golpista prófugo que les recibe, como un capo calabrés, en su guarida en Waterloo o Ginebra, adonde acuden los Bolaños de Sánchez a prostituirse gratis, y a pagarle encima al cliente un estipendio inasumible para España, pero imprescindible para darles a ellos el anillo del poder.

La banalidad del mal es Sánchez sacrificando a su propio país para cubrir sus sueños, pero también Bolaños ejecutando unas órdenes que incluyen la imperiosa necesidad de dejar muchas víctimas: de momento ya han señalado a los once millones de españoles que no les votaron, convertidos en unas horas en la violenta insurgencia, pero el momento decisivo llegará cuando haya que decidir qué se hace con ellos y Apaños, o Eichmann, expliquen que han tenido una idea.

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