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Agua de timónCarmen Martínez Castro

Una legislatura condenada

No hay una legislatura que haya comenzado con peores expectativas; jamás se ha visto al rey más circunspecto, a la Presidencia del Congreso más torpe y sectaria, al presidente del gobierno más desaliñado de aspecto y de argumentos y a los españoles más descorazonados

Actualizada 04:31

A la vista de la colección de reveses sufridos esta semana resulta muy difícil convencerse de que estamos ante un gobierno recién estrenado. La sucesión de desautorizaciones judiciales, de torpezas y errores políticos que se le acumulan a Sánchez y sus ministros en apenas unos días es lo propio de los finales de ciclo y no del arranque de un nuevo gobierno.

No hay una legislatura que haya comenzado con peores expectativas; jamás se ha visto al rey más circunspecto, a la Presidencia del Congreso más torpe y sectaria, al presidente del gobierno más desaliñado de aspecto y de argumentos y a los españoles más descorazonados. Aquí solo sonríen Nadia Calviño porque se va y Puigdemont porque disfruta con las humillaciones que está haciendo pasar a Pedro Sánchez. El entusiasmo de los palmeros del régimen por enardecer a sus tropas tropieza con las caras de circunstancias de quienes llevan demasiado tiempo sometidos a una estricta dieta de ruedas de molino que aún no ha terminado: el próximo plato se cocinó ayer en Ginebra y por lo visto tendrá sabor caribeño.

Santos Cerdán se ha convertido en un turista accidental, dispuesto a peregrinar por todas las capitales europeas a donde le lleven los caprichos de Puigdemont. Don Francisco Galindo, diplomático salvadoreño, que ha sido nombrado verificador, mediador, relator o acompañante, según la neolengua socialista, está ahí para demostrar lo humillante del trato. Su función no es mediar porque a la vista está que Sánchez y Puigdemont han sido capaces de llegar a acuerdos sin él. Su función es equiparar a un estado democrático y a un delincuente fugado. Es la pieza imprescindible para certificar la victoria moral de los golpistas seis años después de sus fechorías.

Los serios problemas del Gobierno que hemos visto esta semana y que no han hecho más que empezar, están indisolublemente unidos al bochornoso vodevil de Ginebra. A Sánchez le esperan muchas jornadas como la del jueves pasado, de desastre en desastre, porque él lo ha querido así. No ha pactado con Puigdemont un programa de gobierno sino la rendición del Estado y eso está más allá de su capacidad; incluso está más allá de su acreditada osadía y falta de escrúpulos.

La mayoría parlamentaria no tiene nada que ver con esto y no hay conjura de jueces por más que El País la anuncie cada mañana. Sencillamente no está en la mano de Pedro Sánchez dar a Puigdemont lo que pide sin cargarse todas las instituciones democráticas por el camino. Podrá destruir la convivencia, sembrar de discordia todos los rincones de nuestra vida institucional e idear nuevas y más obscenas mentiras, pero no puede torcerle la mano a nuestro sistema democrático. Aún no.

Sánchez lo sabe y sus ministros también, de ahí esas caras sombrías; se han embarcado en un tour de force condenado al fracaso. También lo sabe Puigdemont, pero él sonríe porque, pase lo que pase en el futuro, ya ha ganado lo que jamás llegó siquiera a imaginar.

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