Aznar negoció con ETA
Sánchez ha ido a Suiza a rendirse, no a pedir la rendición de Puigdemont. Y de paso a humillar la memoria de Miguel Ángel Blanco
No se le ha ocurrido otra cosa a Sánchez, para justificar a duras penas su rendición en Suiza con Puigdemont y ahora con Junqueras, que apelar a un episodio remoto de Aznar en el mismo país, donde una delegación del PP aceptó verse cara a cara con la dirección de ETA.
Quien se excusa, se acusa, decía Stendhal, y ni a un trilero compulsivo como Sánchez se le escapan las diferencias abismales entre ambos capítulos: Aznar fue a comprobar si ETA se rendía ante España; Sánchez va a Suiza a rendir España ante Puigdemont.
La desvergüenza de Sánchez de comparar lo que él hace con lo que uno de sus predecesores hizo es deudora de la de Zapatero, hermano mayor ideológico de su sucesor, cuando hace apenas cuatro meses se arrogó el fin de ETA con tanto desparpajo como desprecio por los hechos históricos, narrados por el último jefe de la piara terrorista, David Plá, hoy reciclado en dirigente de Sortu, el partido dominante en Bildu, por invitación del capo de ambos, Arnaldo Otegi.
Plá explicó, en TV3, que ETA dejó las armas cuando constató que Mariano Rajoy, ya investido nuevo presidente, se negaba a aceptar los acuerdos suscritos por su antecesor, José Luis Rodríguez Zapatero: confesó, sin querer, que el hoy tutor de Sánchez iba a pagar un precio por algo que en realidad hicieron finalmente gratis, conscientes de que el Estado de derecho les había arrasado.
Sánchez degrada aún más el ecosistema democrático al apuntarse al relato de Zapatero, convirtiendo al brazo político de ETA en un socio preferente y darle a ETA, con ello, una inesperada victoria post mortem: había sido derrotada, desmontada y despreciada; pero el actual líder socialista decidió reanimarla y permitirle reescribir el relato del horror, contenido en una nueva Ley de Memoria Democrática escrita a pachas por la sucesora de Batasuna y el PSOE.
Esa tarea reanimadora de Sánchez, por cierto, es idéntica a la emprendida con el separatismo catalán: estaba fugado o encarcelado, hasta que el Atila de Moncloa decidió desfibrilarlo y convertirlo en elemento determinante de la gobernación en España.
Tanta indecencia solo podía superarse negociando con todos ellos en Suiza y equiparando esa humillante escena, digna de acciones legales por un delito de traición, con la de Aznar con sus ahora socios abertzales.
Sánchez ha acudido a Ginebra a pagar un factura impropia de un presidente; Aznar fue a cobrársela a ETA. Sánchez viaja para ser chantajeado a domicilio; Aznar para dejar claro que no se aceptaban precios ni extorsiones, aunque eso acabara con el cruel asesinato de Miguel Ángel Blanco.
Si la manera de lograr la investidura de Sánchez le retrata como el caradura sin escrúpulos que es; la de conservarla con mentiras incluso sobre la traumática historia reciente del terror, le destapa como un amoral sin sentimientos que pretende hacernos ver que acabar con ETA es lo mismo que encamarse con todos los partidos que aplaudían sus matanzas.
Al meter a ETA en el ajo, de manera tan helvética, Sánchez ha culminado su caída a los infiernos. Porque, nada menos, ha aceptado también irse con Otegi a pintarrajear las lápidas mortuorias de Blanco y del resto de las víctimas.