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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Love Story

Se ha muerto Ryan O’Neal, protagonista del gran taquillazo romántico de los setenta, un cazurro que al final dijo un par de verdades

Actualizada 10:04

El melodrama Love Story, de 1970, fue el gran taquillazo que abrió aquella década. Con una inversión de 2,2 millones de dólares se embolsaron 173. Continúa siendo una de las cincuenta películas más taquilleras de la historia. ¿Es buena? Es hija de su época. Setentera y sensiblera hasta rondar el kitsch, con todo realzado por una resultona banda sonora –de anuncio de colonia– del francés Francis Lai. Pero es difícil verla y no conmoverse con la historia de los jóvenes enamorados neoyorquinos y la prestancia de los protagonistas, Ryan O’Neal, que se acaba de morir en Los Ángeles a los 82 años por un cáncer de próstata, y Ali MacGraw.

Love Story cuenta la historia de Oliver y Jenny, que se conocen y enamoran en Harvard. Media un impedimento. Él forma parte de una familia patricia de la Costa Este, ricos protestantes; y ella viene de un modesto hogar católico. Los padres de él rechazan la boda. Pero los chicos se casan y luchando contra las estrecheces salen adelante y todo se pone muy lindo. No les reviento el final al recordarlo, porque ya lo conocen: ella enferma de cáncer y se muere (y ahí no hay espectador que resista el lagrimeo). Cuando cae el telón, el padre de Oliver le pide perdón por no haber aceptado su amor con Jenny. Y Ryan O’Neal le suelta la frase que es el lema de la película: «El amor significa no tener que pedir perdón». Máxima que encuentro poco consistente, pues en la vida sucede más bien lo contrario: parte esencial del amor consiste en perdonar.

Ryan O’Neal, nacido en Hollywood, era un apolo rubio y un actor limitado, aunque con presencia escénica. Hasta llegó a protagonizar una película del gigante Kubrick (y otra del infravalorado Walter Hill). Los comentaristas anglosajones señalan en la hora de su muerte que tenía buen fondo, pero un carácter «volátil». El compasivo adjetivo se refiere a que gastaba un temperamento polvorilla, con raptos de cólera que en su mocedad lo llevaban a las manos. Todavía en 2007 disparó a uno de sus cuatro hijos en una amena tangana familiar. La querencia por la farolopa y güisqui empeoraban por temporadas la situación.

O’Neal mantuvo romances episódicos con una colección de celebridades de los setenta y ochenta y se casó dos veces, en matrimonios de esos que duran menos que un ministro de Sanidad de Sánchez. Tuvo cuatro hijos, con los que fue un padre distraído; o pésimo, por decirlo de otro modo (ya saben: «La paternidad me pilló joven y no estaba preparado»). Varios de los vástagos tuvieron problemas serios con las drogas. Es el caso de su hija más famosa, Tatum, que echaba pestes de él, hasta que en 2011 se reconciliaron para llenar un poco el bolsillo con un reality familiar.

Con este panorama no parece que estemos componiendo exactamente un panegírico de Ryan O’Neal. Pero nunca se puede escribir la historia de nadie en blanco y negro, porque todos estamos pintados en gama de grises. El galanteador compulsivo vivió un amor real, de treinta años de duración intermitente, que curiosamente acabó como el de su celebérrima película: cortado por un cáncer. Ella era Farrah Fawcett, el ángel rubio de Charlie. Estuvieron juntos desde 1979 a 1997. Aquella primera edición se acabó cuando ella se encontró a Ryan con compañía en la cama. Pero reengancharon en 2001 y siguieron juntos hasta la muerte de Farrah, en 2009. El cáncer atropelló a ambos casi a la vez y ahí se vio un Love Story, pero de verdad, auténtico. Recién recuperado él mismo de una leucemia, el actor la cuidaba con delicadeza y sujetaba su mano cuando murió. «No hubo un solo día en que no la quisiese». Intentaron casarse en el hospital St. John’s cuando ella agonizaba, «pero cuando llegó el cura en lugar de casarnos tuvo que darle ya la extrema unción».

Ryan O’Neal fue en gran medida un cazurro demasiado pagado de su belleza. Pero a veces atinaba. Sabedor de que actuando no era precisamente Laurence Olivier, invirtió los buenos dineros que ganó en los setenta en la compra de aparcamientos para camiones. Gracias a ese ojo empresarial gozaba de un rentable patrimonio inmobiliario («en realidad no necesito trabajar»). También llegó a entender las verdades del corazón: «El verdadero amor se nutre del perdón y la aceptación», concluía de viejo. Y así es.

A estas horas ya se estará tomando un daiquiri con Farrah por allá arriba, porque Dios comprende y perdona.

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