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Enrique García-Máiquez

San José entre los Rosales

Desde que se le apareció el ángel, respondió a su vocación de padre putativo del Hijo de Dios y la cumplió al pie de la letra, orgulloso de coger a su Hijo con todas las de la ley

Actualizada 01:50

Otro rito navideño, como montar el belén, encender las velas de adviento, mandar las tarjetas de felicitación y no ganar en la lotería, es leer cada año el Retablo sacro del nacimiento del Señor, de Luis Rosales. Hay una preciosa tradición poética española ininterrumpida de escribir poemas navideños, que viene desde los inicios y llega hasta ahora mismo. Rosales fue un excelente cultivador de los villancicos modernos.

A pesar de mi relectura anual, este año he descubierto que, en el prólogo de la segunda edición de 1964, cuenta que «falta la cita de un villancico popular andaluz» Explica la razón: «Cuando salió la primera edición del Retablo mi madre me rogó que lo suprimiera. Ahora le cumplo la promesa». Y lo copiaba para que supiésemos cuál era: «—San José, toma este niño/ mientras enciendo candela./ Y san José le responde:/ —Quien lo tuvo que lo tenga.».

Un poco sorprendente –aunque sea una paradoja muy Rosales– decir que vas a cumplir el deseo de tu madre de suprimir una cita y, a renglón seguido, copiar la dichosa cita. Doña Esperanza Camacho ya había muerto cuando esta segunda edición, porque, si no, le habría tirado de la oreja –como poco– al poeta. ¡Vaya forma de atender su ruego! Sorprendente, sin duda; pero creo que salimos ganando todos.

Primero, la madre de Luis Rosales, a la que el poeta quiso tiernamente, como puede verse en El contenido del corazón, el magnífico libro que le dedicó, uno de los mejores títulos de prosa poética de la historia de la literatura española. Queda como una señora. Lógico que no le gustase la copla popular. Presenta a un san José todavía un poco mosca con el embarazo virginal, poquísimo delicado con María. Para nadie que tenga una piedad delicada, el villancico tiene un pase. ¡Bien por doña Esperanza! Estoy seguro de que mi madre le hubiese aplaudido el ruego.

Sin embargo, el pueblo no canta a humo de pajas. El milagro de la virginidad de María es tan elevado que la fe popular siempre ha buscado apuntalarlo en el sentido común. Por eso propende a representar a san José muy anciano, para hacer la doncellez de María más evidente, o a este golpe de genio (de mal genio, pero de genio al cabo) de presentarlo todavía suspicaz y quejumbroso. Para fortalecer su fe, el pueblo necesita que la de san José flaquee. Es de una pasmosa sutileza psicológica.

Y aquí entra Luis Rosales, que nos hace el quita y pon del prólogo. Una jugada maestra a tres bandas: la flor de la madre, las raíces filiales y las espinas populares. Su madre queda estupendamente como la gran señora que era. Él tampoco queda mal como hijo que le cumple los deseos. El pueblo, al volver a recoger su copla, sale en toda su piedad, punzante pero puntiaguda.

¿Y san José? Pues también queda estupendamente, porque los lectores sentimos que más razón que nadie tiene la madre de Rosales. José, desde que se le apareció el ángel, respondió a su vocación de padre putativo del Hijo de Dios y la cumplió al pie de la letra, orgulloso de coger a su Hijo con todas las de la ley. La virginidad de María no necesitaba ni las suspicacias de José ni su vejez, bastaban su virilidad y su caballerosidad enamorada y creyente. Si el pueblo necesita un poco de distancia con san José, él la asume humildemente como parte de su papel en el nacimiento; pero sabiendo que las almas más sensibles prefieren maravillarse de su delicadeza verdadera. Luis Rosales, quitando y no quitando la cita de marras, nos pone a pensar (a rezar) todo. Nos planta ante el Portal. Que es donde hay que estar hoy.

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