Amnistiar al terrorista
Al doctor Sánchez le toca ahora disolver a los jueces
Todo, en la terrible España al borde de amnistiar un golpe de Estado, se juega sobre un matiz semántico: ¿qué decimosccuando decimos «terrorista»? Para ser más precisos: ¿qué dicen Puigdemont y su socio Pedro Sánchez cuando dicen «terrorista»?, ¿qué dice un juez que se enfrenta al vocablo? De la respuesta depende el éxito o fracaso de los esponsales Puigdemont-Sánchez, cuya tarjeta de invitación se busca expedir mañana.
No hay palabras universalmente unívocas en el diccionario. Salvo las muy pocas que conciernen, en exclusiva, a las ciencias exactas. Fuera de ellas, las palabras deben ser remitidas siempre al campo semántico en el que adquieren su sentido, sus diversos significados, sus connotaciones. Y, si ese campo está tan codificado como la seguridad de todos exige que lo esté el de la magistratura, entonces las cautelas habrán de ser exquisitas. Y el específico diccionario al cual se atiene su uso –esto es, la red entera de las leyes–, unívoco e inviolable.
A eso se ha atenido el auto en el que la Sala Segunda del Supremo se declaraba competente para instruir delito terrorista contra el prófugo Carlos Puigdemont en la causa de «Tsunami». Y sus términos deshacen cualquier equívoco. Marca, ese auto, tres movimientos en su redacción: en el primero, sitúa la vergonzosa huida del máximo responsable del golpe de Estado en Barcelona; en el segundo, analiza los destrozos y agresiones materiales que la estructura puesta en pie por él y desplegada por sus capataces produjo en la ciudad y en su aeropuerto; en el tercero, concluye que «se han cometido por los integrantes del movimiento TD [Tsunami Democrático] los delitos graves contra la libertad, integridad física, de atentados, falsedades documentales, el patrimonio y otros», que aparecen tipificados en los artículos 573 y 573bis del Código Penal vigente.
No hay más línea de defensa para el presidente Sánchez que la de blindar –e imponer mediáticamente– su propia definición de «terrorismo». Y encomendar a la fiscalía que excluya de su contenido cualquier acto que pudiera rozar a su socio golpista. Jugar sobre la polisemia de las palabras, en suma. Algo muy legítimo para hacer charla de café o construir una ficción literaria. Pero, ante un delito, un magistrado habla –está obligado a hablar– con el diccionario en la mano. Y ese diccionario específico se llama «Código Penal». Guste o no guste. Abrámoslo por su artículo 573 (ley orgánica 2/2015):
«Se considerarán delito de terrorismo la comisión de cualquier delito grave contra la vida o la integridad física, la libertad, la integridad moral, la libertad e indemnidad sexuales, el patrimonio, los recursos naturales o el medio ambiente, la salud pública, de riesgo catastrófico, incendio, contra la Corona, de atentado y tenencia, tráfico y depósito de armas, municiones o explosivos, previstos en el presente Código, y el apoderamiento de aeronaves, buques u otros medios de transporte colectivo o de mercancías, cuando se llevaran a cabo con cualquiera de las siguientes finalidades:
1.ª Subvertir el orden constitucional, o suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo.
2.ª Alterar gravemente la paz pública.
3.ª Desestabilizar gravemente el funcionamiento de una organización internacional.
4.ª Provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella.»
Es decir: todo lo que se concertó en Barcelona y el aeropuerto del Prat, cuando los devotos de Puigdemont acometieron su reivindicada tarea de «subvertir el orden constitucional», colapsándolo.
Un juez no hace –no debe hacer– jamás uso moral de las palabras. Su léxico es el técnico que su disciplina codifica. En él, nada pone ni quita el magistrado. Aplica. Con el rigor de quien sabe cuánto se juega en la justeza de esas palabras para todos. ¿Qué hace un juez? Aplicar la ley. Sólo. Si la ley no gusta, el Parlamento está para modificarla; no, desde luego, el Gobierno. Mientras la ley no sea modificada por el Parlamento, sus dictados se aplican; sean placenteros o no para el presidente. A eso se reduce todo el marco del juego entre poderes.
La fiscalía –«¿y la fiscalía de quién depende…? Pues eso»– ha sido descalificada por los jueces de la sala segunda del Supremo con una crueldad poco frecuente: recordándole sólo lo que la ley dice. Literalmente. Sin apenas precisar de interpretación complementaria. Al doctor Sánchez le toca ahora disolver a los jueces. Nadie duda de que sueña hacerlo.