No, escribir no es llorar
Platón quiso la escritura arte de la memoria; aun imperfecto. Nosotros la hemos trocado en arte del olvido
En un abrupto excurso, deslumbrante como un fogonazo, Dominique Aury –ignota autora de la que, bajo máscara, fue una de las novelas francesas más reeditadas del siglo veinte– deja caer, a modo de inesperado contraste con la rara intensidad poética de Nerval, esta sentencia inapelable contra las «facilidades» en las cuales cifra su gloria el periodismo moderno: «Escribir, precisamente, para que lo escrito sea olvidado». Pero la mujer que cifró su vida en cincelar –así titularía su escueta autobiografía póstuma– una «vocación clandestina», no podía, en 1948 y en las modestas páginas de una selecta revista de libros, sospechar siquiera hasta qué punto sus palabras iban a ser proféticas tres cuartos de siglo más tarde.
No, no es ya escribir «llorar», como hubo de sufrirlo el gran Larra. Es mucho más, cuando lo escrito queda instalado en el vértigo de una inmediatez para la cual no hay futuro. La intensidad de Luis Cernuda atisba eso, como una maldición al acecho del que a diario escribe, en su homenaje A Larra con unas violetas: «Escribir en España no es llorar, es morir, / porque muere la inspiración envuelta en humo, / cuando no va su llama libre en pos del aire». Al cabo, el poeta mayor en español del siglo veinte sabe hasta qué punto «es breve la palabra como el canto de un pájaro». Y aquel que escribe ha de saber instalarse en esa paradoja. No es fácil.
Capazos de sentimentalismo vociferante son vertidos a diario sobre el pasivo ciudadano que sobrevive sólo olvidándolos de inmediato, escribía el desolado periodista Charles Baudelaire en 1859. Pero nosotros lo hemos perfeccionado todo: ya no necesita el ciudadano saber leer; se le da todo digerido por oídos e imagen; se le da, incluso en los momentos en los que ni se da cuenta de que está siendo aleccionado. Son conmociones súbitas como relámpagos; electrochoques efímeros, más que fuegos de paja. Un regalo gozoso para la gran efusión de los afectos. Y el subsiguiente lenitivo del olvido súbito, a la espera de efusiones nuevas. Ni siquiera nos apercibimos de la obscenidad sobre la cual se alzan esos tan humanitarios monumentos. Pero olvidamos tan deprisa cuanto nos conmovemos.
Me han vuelto Aury y Larra, y Baudelaire y Cernuda, en la avalancha de palabrería lacrimógena de estos dos últimos días. Nadie alzó un dedo contra los asesinos del 11 de marzo de 2004; nadie se negó a aceptar aquello que, melodramáticamente, nos fue dado como inexorable. Todos fingen lloriquear ahora. Y tal vez son sinceros: sinceridad y verdad no siempre van unidas. Unamuno escribió alguna vez que el llanto exime de afrontar la intensidad de una tragedia: y de llanto y de tragedia, sabía Don Miguel más que ningún escritor español del siglo veinte.
Es la gran catarsis (que significa «depuración» o «purga») tras veinte años de olvido; antes del olvido eterno que retornará mañana. Es la vergüenza inconfesa de nuestro tiempo. Platón quiso la escritura arte de la memoria; aun imperfecto. Nosotros la hemos trocado en arte del olvido. Perfectísimo. Recemos por que, como Cernuda quiere consolarse, «un claro jirón» pueda «prenderse en ella… y subir, ángel vigía que atestigua del hombre, / allá hasta la región celeste e impasible». Y allí quede: en la celeste región llamada biblioteca.
Es la única, irrenunciable, dignidad del que escribe. Aun en lo efímero. Sobre todo, en lo efímero. Y, sí, a pesar de todo, contra todo, vale la pena.