La soledad en un Viernes Santo
En el fondo, y a pesar de los silencios de Dios, todos, de una u otra manera, queremos creer
El instante preciso de la muerte de un ser humano se produce en medio de una soledad infinita, sin límites. Debió de ser lo que sintió Cristo, a pesar de tener a su Madre al lado. Dicen los que han profundizado en el dolor humano que la agonía se lleva mejor en compañía de la familia, que, en realidad, son los mejores cuidados paliativos. Hace dos mil años nadie hablaba de ello, pero sí sabemos el profundo dolor que un Dios hecho hombre sintió al tener que enfrentarse a la muerte. Tres días después, resucitó y nos dejó el mayor mensaje de esperanza que la humanidad ha podido recibir a lo largo de toda su existencia: nacemos para morir, pero hay vida tras la muerte. Por eso hoy, como tantos años atrás, seguimos celebrando el misterio de la trascendencia, que mueve en España a millones de ciudadanos, ya que no en vano el setenta por ciento de la población se declara católica.
Hubo un tiempo, sin embargo, en que la devoción y la fe se manifestaban en la última parroquia de España. Hoy me dispongo a caminar con la imaginación, que no deja de ser un recuerdo creativo, por las viejas iglesias de mi memoria, de mi infancia, y están todas cerradas. En sus atrios solo reina la soledad. Trato de recrear cuántas personas se acercarán a golpear la aldaba de los portones de los templos de Cerdido, Piñeiro, Esteiro, Cervo, Regoa… y así miles de lugares sagrados donde antaño se oraba en silencio y hoy no habrá absolutamente nadie. Es otro de los rostros de la España vaciada y también un síntoma de una sociedad fanfarrona que cree que ya no necesita a Dios.
Hay quien puede esgrimir que en la España de medio siglo atrás la asistencia a los actos religiosos era una costumbre que formaba parte de la vida social y que es más auténtica ahora, ya que se origina a partir de una creencia profunda, no exenta de dudas, ya que solo se cuestiona la existencia de Dios quien cree. En el fondo, y a pesar de los silencios de Dios, todos, de una u otra manera, queremos creer. Tratamos de entender esos silencios y nuestra razón nos lleva hasta el límite, y en esa frontera sabemos que alguien existe, porque de lo contrario nuestra soledad sería inmensa.
Hoy las ciudades de España, a pesar de la lluvia y el viento, a los que nadie puede parar, estarán atestadas de gente, de un bullicio en el que se entremezcla la religiosidad popular con el turismo más descreído. En medio de esos caminos urbanos atiborrados de gente de la más diversa estirpe, se perderá la idea que acompaña al género humano desde que alcanza este valle de tierra, la soledad. Por eso, me viene al recuerdo la memoria geográfica de todas esas pequeñas iglesias de la inmensa España donde hoy no habrá nadie rezando. Ya no se quedan únicamente solos los muertos, también los vivos.