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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

¡Amamos tanto a B. Gómez…!

Podría mover a piedad ese triste payaso desarbolado. Pero a mí me hace subir un asco amargo. Lo lamento

Actualizada 01:30

En su más alto momento de gloria, el entonces vicepresidente Iglesias convocó en urnas digitales a su particular ciudadanía, para arropar el legítimo disfrute de su chalet millonario. En sus horas más sórdidas, el presidente Sánchez llama digitalmente a la ciudadanía a refrendar su personal prioridad del Amor sobre el Estado. Ciertamente, entrañable. Hay gente aficionada a las entrañas. Yo soy vegetariano. Populistas, ellos.

La inaudita carta del presidente del gobierno apela al ciudadano, a cada uno individualmente: «como ya sabrá, y si no le informo…». Suena bien. Salvo por un tonto detalle técnico. Al presidente del gobierno no lo elige, en España, «la ciudadanía». Lo elige el parlamento. Y es al parlamento, no a los digitales ciudadanos, a quien tiene el deber de rendir cuentas de su decepción, desgana o hastío frente a su pesada carga. Perseverará en ella o bien dimitirá. Nunca, desde luego, comunicará un «paréntesis» de cinco días para disfrutar del tierno sollozo con cargo al contribuyente. Lo que puede ser respetable en un ciudadano privado es indecencia en quien preside el poder ejecutivo de una nación civilizada. Y las intimidades exhibidas como banderín de enganche partidista están muy divertidas en el caudillo caribeño de cierta novela de Miguel Ángel Asturias, pero abochornan en la adulta Europa.

Una cosa es, confesémoslo, segura. Sólo. La carta la ha escrito él. Cosa rara, pero indiscutible. Ningún plumilla a sueldo se hubiera avenido a redactarle una cosa tan cursi. Maldad y cursilería no están reñidas, desde luego. En política, pueden ser incluso eficazmente conjugables.

Siempre que no sobrepasen con demasiada evidencia la raya del ridículo. A partir de ese delicado punto, la rentabilidad da un vuelco peligrosísimo en el juego de las farsas.

Pero el sentido del ridículo no es mercancía de uso común en la política española. Y el primer ministro Sánchez juzga cuestión de Estado comunicar a la ciudadanía lo muchísimo que él ama a su esposa. Pues, enhorabuena, hombre. Aunque, la verdad, lo único que en esta carta suena a verdadero es su primera línea: «No suele ser habitual que me dirija a usted a través de una carta…» Vamos a ver: ni habitual ni inhabitual. Improcedente. Ni el señor Sánchez es un ciudadano privado, ni los –ellos sí, privados– destinatarios de su epístola están aquí para ser su pañuelo de lágrimas conyugales.

Pedro Sánchez miente. Siempre. Por supuesto. Está en su derecho. No voy a reprochárselo. No es la mentira de un político lo que va, a estas alturas de la vida, a enojarme, desde luego. Sí, el insulto. El insulto obsceno del todopoderoso que invoca la piedad de aquellos mismos a los que ha ido hundiendo en un cenagal, del cual nadie –incluido él– ve ya salida. Porque un jefe de gobierno insulta a sus gobernados cuando amalgama su vida privada con la pública, hasta permitirse alivios sentimentales de este tenor: «necesito parar y reflexionar… si debo continuar al frente del Gobierno o renunciar…, cancelaré mi agenda pública unos días para poder reflexionar y decidir qué camino tomar».

En mi estupor tras leer la impudicia del mensaje, me vino a la memoria un pasaje trágico en el que Jules Vallès narra las horas que precedieron a la gran carnicería de la Comuna de 1871 en «El insurrecto». Y la siniestra irresponsabilidad de los dirigentes que, «para parar y reflexionar», suplican silencio a esos mismos a los que han conducido al matadero. Y, más aún, me vuelve la desolada reflexión de Julien Gracq un siglo más tarde: «Una especie de náusea atroz se eleva a partir de esa cagada ubúesca y patética…, en la que el delegado de la comuna…, como un Charlot bombero dando saltitos entre los obuses, vaga, perro perdido, de barricada en barricada», en medio del caos trágico de quienes se van a hacer matar y sólo piden directrices de quienes a tan loco combate los lanzaron. El «dirigente» se repliega sobre sí mismo, se siente ofendido por el barullo de sus subordinados. Exige: «¡Dejadme solo, por favor! ¡Necesito estar solo!» Mientras tanto, los ciudadanos mueren preguntando: «Pero, ¿cuáles son las órdenes? ¿Cuál es el plan?».

Podría mover a piedad ese triste payaso desarbolado. Pero a mí me hace subir un asco amargo. Lo lamento.

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