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Cosas que pasanAlfonso Ussía

El empollador

Cuando la broma se había cumplido, Manolo Summers abandonaba su escondite, les agradecía su participación y les solicitaba que firmaran un documento autorizando que las imágenes grabadas fueran utilizadas en sus películas. Casi todos aceptaban la firma

Actualizada 08:21

Manolo Summers fue un tipo genial. Gran director de cine, guionista, dibujante, y libre. Más libre que él no he conocido a nadie. Estrenó con mucho éxito unas películas de bromas ciudadanas. «To er mundo é Gúeno», y «To er mundo é mejó». Filmaba las escenas desde una camioneta, o un escondrijo, y al terminar la escena, solicitaba el permiso al inocente que había picado para poder incluir su despropósito en la película. Un día, se le ocurrió colocar en una plazoleta del Parque de El Retiro, cuatro cestas con huevos de diferentes aves. Los ganchos, los enlaces, vestidos de guardias municipales. Y la gente buena, picando. Ya estaba de moda lo del ecologismo y el animalismo. Así que paseaba un paisano, y el gancho vestido de policía le invitaba a la buena acción. –Buenos días, señor. Hoy es el día de los pájaros sin madre. Los huevos que hay en las cestas los hemos rescatado de nidos abandonados. Son huevos huérfanos. Y le agradeceríamos mucho, que usted colaborara para que los polluelos que se desarrollan en su interior, puedan nacer. ¿Le importaría sentarse sobre una de las cestas y empollar a estos huevos huérfanos durante cinco minutos?–. Y algunos aceptaban el reto.

Barca

Barca

Se sentaban sobre los cestos, y permanecían empollando los huevos durante un tiempo. De cuando en cuando pasaba por ahí el gancho vestido de municipal y les animaba a mover los brazos. –Más alegría, por favor. Muevan los brazos como si fueran las alas de las madres–. Y ellos obedecían y movían los brazos. –Muy bien, así, así, mantengan sus movimientos–. Cuando la broma se había cumplido, Manolo Summers abandonaba su escondite, les agradecía su participación y les solicitaba que firmaran un documento autorizando que las imágenes grabadas fueran utilizadas en sus películas. Casi todos aceptaban la firma. Preferían salir en una película que hacer público su ridículo. Pero un empollador entusiasta, se opuso.

–No puedo autorizarle, don Manuel. Si lo hago, termino con mi carrera y me expulsan de mi trabajo. Soy inspector de Policía destinado en la Comisaría de El Retiro–.

Metió un león en los urinarios del paseo de Calvo Sotelo. A los trabajadores de la Línea y Algeciras que trabajaban en Gibraltar, un grupo de sus ganchos, vestidos de militares, les obligaban a recordar los movimientos de la Mili, proceder al grito de mando «¡Al suelo!», y a gritar desde la verja ¡Gibraltar Español! Tenía como gancho a un enano formidable. Pedía a los paseantes que lo tomaran entre sus brazos para alcanzar un teléfono público. –Tengo que hablar con urgencia-. Y bondadosos, lo acunaban en sus brazos, y el enano llegaba a la altura del teléfono y marcaba un número. Media hora más tarde, el enano seguía hablando. El bondadoso flaqueaba de fuerzas y principiaba las protestas. El enano interrumpía su conversación y le decía a su sostenedor. –Un momento, hombre, no sea impaciente–. Las mil bromas que filmó le hicieron pasar los mejores ratos de su vida. Una pareja de ingleses, en Estepona, y ante su estupor, asistieron a un hecho terrible. Dos falsos empleados funerarios tiraban a la basura un cadáver. Inmediatamente llegaba el gancho vestido de sacerdote y entonaba un responso. Los ingleses, muy respetuosos, bajaban la cabeza y rezaban con emoción. Manolo me contó que llegó a creer que un día se moría del ahogo que le produjo un ataque de risa.

Pero lo mejor fue el empollamiento de los huevos sin madre. Se hizo amigo del inspector de Policía y de cuando en cuando cenaban en un restaurante cercano al Retiro.

–Manolo, a ti no te voy a hacer nada. Pero al sinvergüenza que me obligó a mover los brazos mientras empollaba a los huevos, a ése, si me lo encuentro algún día, lo meto en chirona–.

No pudo cumplir con su deseo.

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