¿Hay algún otro Lambán en el PSOE?
Toda la corrupción integral de Sánchez caería de un soplido si hubiera siete diputados socialistas decentes
En dos semanas estará aprobada la Ley de Amnistía en el Congreso, con un tejerazo supino: nadie con rango jurídico institucional que ha podido informar al respecto, pese al boicot de Sánchez a los órganos constitucionales que debían hacerlo, ha apoyado una cacicada corrupta similar al intercambio de un maletín con billetes por una recalificación urbanística.
Porque Sánchez se compró los siete votos necesarios con un ramillete de rendiciones inmundas que no tenían por contrapartida nada más que su propia prosperidad y la de su partido, a costa de hipotecar incluso el proyecto que él mismo propondría a los ciudadanos de no haber aceptado ser un vulgar secuestrado y la víctima voluntaria de un impuesto revolucionario pagado con dinero e intereses ajenos.
La confirmación del tamayazo sanchista, y las inminentes reuniones de sus sicarios en el PSOE con los de Puigdemont en el extranjero, avala también la tesis de que, una vez pasadas las Elecciones Europeas, el cambalache culminará con la cesión a Junts de la Presidencia de la Generalidad, que el prófugo sumará a su intervención directa en La Moncloa, cogida por la entrepierna, para convertirse en el hombre más poderoso de España: no solo podrá aplicar su política supremacista en Cataluña, sino que además seguirá decidiendo quién y cómo gobierna en el país, gracias a un aventurero kamikaze merecedor del calificativo de traidor.
En ese contexto, un socialista arrinconado como Javier Lambán ha tenido un gesto de cierta dignidad al ausentarse del Senado para no votar a favor del apaño de Sánchez. No es gran cosa, apenas tiene efectos prácticos y puede ser ubicada, si nos ponemos estupendos, en el epígrafe de «a buenas horas mangas verdes».
Pero sí tiene un valor simbólico, que conviene apreciar en tiempos de socialismo amoral y moribundo, y un efecto retador para sus compañeros: si lo que él ha hecho en el Senado lo hicieran siete diputados del PSOE en el Congreso, asaltados por un acceso de decencia y de sentido de la historia, todo el andamiaje podrido del sanchismo se derrumbaría como un castillo de naipes cogido por los pelos.
La democracia española tiene muchos problemas, encabezados por el obsceno ataque a la separación de poderes y a la libertad de prensa, pero uno de los más graves pasa inadvertido: la transformación de los partidos, que son la herramienta cotidiana para traducir en algo práctico el sentir de los ciudadanos expresado cada cuatro años, en organizaciones sectarias, verticales, cesaristas y caciquiles donde solo prosperan y sobreviven quienes aceptan que el jefe es un capo y ellos unos simples recaderos.
Esa profesionalización ovina de una actividad necesariamente intelectual, basada tanto en la conciencia como en la ideología, produce estragos aparatosos y convierte la democracia en un escenario de cartón piedra, sin contenido real, en la que una clase política menor privatiza el Estado, esquilma a sus conciudadanos y adopta decisiones suicidas sustentadas únicamente en la salvaguarda de su propio trasero.
La pregunta, por ello, es ociosa, pero no nos cansaremos de repetirla hasta el último segundo. ¿No va a haber siete, ocho o nueve diputados del PSOE que prefieran pasar a la historia como Daoíz y Velarde que como Tejero, como salvadores de la democracia que como mediocres mamporreros de un sátrapa sin principios?