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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

De Reagan... a estos

Cuando no se tiene un propósito optimista y basado en unos ideales claros, la política se convierte en un juego de soflamas chillonas y premuras demoscópicas

Actualizada 01:30

Agosto de 1994. Un especialista en neurología visita el Rancho del Cielo, en Santa Bárbara (California). Es portavoz de malas noticias para el matrimonio que allí vive, un anciano de 84 años y su mujer, de 73, ambos sometidos en su día con éxito a operaciones contra el cáncer. El médico comunica el inapelable diagnóstico: Alzheimer, no hay cura.

La mujer se queda sin palabras, destrozada. Pero el afectado reacciona enseguida. Pasada la conmoción inicial, se dirige a una mesita redonda de una esquina y comienza a garabatear una carta que ocupará dos carillas. Empieza así: «Mis queridos compatriotas. Recientemente me han comunicado que soy uno de los millones de americanos afectados por la enfermedad de Alzheimer (…), inicio el camino hacia el crepúsculo de mi vida…».

La misiva se cierra con una declaración de fe, patriotismo y esperanza: «Cuando Dios me lleve, me iré con el mayor amor por este país y un eterno optimismo sobre el futuro». Firma Ronald Wilson Reagan, apodado 'Dutch' por su familia en sus años mozos, presidente de Estados Unidos entre 1981 y 1989, vencedor de la larguísima Guerra Fría y el hombre que sacó a su país del diván de una depresión colectiva. Casi de inmediato, la cruel telaraña de la enfermedad velará su memoria. Morirá diez años después.

Tendemos a pensar que vivimos en un tiempo especialmente amargo. Olvidamos que no hace tanto que se vadearon trances peores. A comienzos de los ochenta, Estados Unidos atravesaba una crisis económica y de autoestima. Carter había sumido al país en la recesión, con una hiperinflación del 12,5 %. Se acusaba la sacudida de la crisis del petróleo, la resaca psíquica del trauma de Vietnam, la humillación por la crisis de los rehenes de Irán, la desconfianza en la política tras el hedor del Watergate…

Reagan, el perenne optimista, no aceptó ese estado de cosas. Desde el día de su investidura prometió a sus compatriotas «un nuevo comienzo»: «Vamos a empezar a actuar desde ya y poner a América a trabajar. No estamos condenados a que el declinar sea inevitable. Renovemos nuestra fe y esperanza». Y cumplió su palabra: sacó a su país del abatimiento y dobló la mano a la URSS en una formidable batalla a favor de la libertad.

Como persona, Reagan se convertía en un enigma. Su propio hijo lo calificaba de «inescrutable». Un biógrafo que trabajó tres años con él lo definió como «el más amable e impersonal de los hombres». Apodado el «gran comunicador», en realidad se mostraba impermeable con su equipo. Solo se abría con su Maquiavelo de cámara, Nancy, su mujer, como él mismo una ex actriz de nivel medio. Los politólogos lo llamaban «el presidente teflón», porque como ocurre con ese tejido, nada parecía hacerle mella, ni siquiera escándalos tan gruesos como el Irán-Contra.

Pero Reagan, firme creyente cristiano, tenía unas pocas ideas muy claras: Estados Unidos era «la ciudad que brilla en la colina», el faro de un mundo libre cuyos cimientos son las libertades personales y el Estado de derecho. Y estaba dispuesto a batallar contra el mayor enemigo de esos principios en su momento, el totalitarismo comunista y socialista.

Reagan acometió una sensacional bajada de impuestos y auspició un fuerte crecimiento. Sin embargo, no todo fue tan redondo. Incumpliendo sus promesas, disparó el gasto público y el número de funcionarios. El supuesto gran liberal lanzó además lo que venía a ser un enorme plan keynesiano de gasto público: su programa de defensa. Pero con ello acabó desfondando y derrotando a la Unión Soviética.

Reagan nunca fue un bocazas amigo de la soflama. No se dedicaba a insultar a sus adversarios. Mantuvo en todo momento la elegancia y un estilo argumentativo, siempre suavizado por el barniz del humor (cuando le pegaron un tiro, en la mesa del quirófano lanzó un último guiño al equipo médico: «Chicos, espero que seáis todos republicanos»).

Su padre era un vendedor de zapatos de ancestros irlandeses, un tarambana borrachuzo, que obligó a su familia a una vida itinerante por Illinois. Pero aún así guardaba un recuerdo idílico de su infancia y siempre imaginó Estados Unidos como si fuese una de esas láminas idealizadas de Norman Rockwell. Su currículo es fácil de resumir. Estudiante gris de Economía en una universidad menor y socorrista heroico en verano para pagarse los estudios (77 rescates en los ríos de Illinois). Esquivó la II Guerra Mundial por sus problemas auditivos. Siete años como comentarista deportivo en una radio, narrando «en vivo» partidos de béisbol que no veía. Actor mediocre, aunque no tan malo como se suele decir («yo era el Errol Flynn de la serie B»). Tras perder comba en el cine, se buscó la vida como una suerte de relaciones públicas de la General Electric, hasta que saltó a la política. Admirador del New Deal de Roosevelt en su juventud, en 1962 vira y se pasa a los republicanos.

La caricatura es cierta. A veces dormitaba en actos públicos, incluso en uno con Juan Pablo II, su gran aliado contra el comunismo junto a Thatcher. Era un presidente poco laborioso. Le preparaban fichas para ubicarlo en los temas y consultaba sus pasos a una astróloga que tenía a sueldo. Pero en sus días de actor se había entretenido en los rodajes leyendo manuales liberales de Economía. Supo venerar el talento de Hayek y Milton Friedman y se interesó por sus ideas. Poseía imaginación política, memoria fotográfica, capacidad de liderazgo, un instinto político casi infalible y también –¿por qué no?– un montón de chiripa. Pero por encima de todo tenía «una visión», un ideal en positivo para su país y el mundo, y supo ilusionar con él, hasta el extremo de lograr hacer real parte de su sueño.

Reagan se retiró como el presidente de más edad de su país, 77 años, lo cual era objeto de caricaturas abrasivas. Ahora se disputarán la Casa Blanca un burócrata agotado de 81 años, sin pulso ni liderazgo, y un populista de 77 de ribetes circenses, con algunas intuiciones acertadas, que pelea en tribunales con la «Tormentosa Daniela», su ex amante.

Necesitamos políticos con luces largas e ideales, en lugar de tanta soflama faltona y tantos dirigentes que corretean como pollos sin cabeza al dictado de la taquicardia digital.

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