Una Europa distinta
Los populares y socialistas europeos creen que pueden seguir pactando entre ellos el rumbo de Europa e ignorar el creciente reclamo ciudadano. Que luego no se sorprendan si al Brexit le surgen hermanos en otros rincones
Hace escasos días se celebraron las elecciones al Parlamente Europeo. El resultado a nivel continental fue una aplastante victoria de los partidos de derecha: no sólo el Partido Popular Europeo sigue siendo la mayor fuerza política en Bruselas sino que, de forma más llamativa, hubo un espectacular auge del resto de movimientos de derecha no tradicionales.
En Francia, el RN de Le Pen arrasó, duplicando en votos al partido del presidente Macron. En Alemania, los derechistas de AfD quedaron en segunda posición, por delante del partido que ocupa la Cancillería, los socialistas de Scholz. En Italia, los Fratelli de la primera ministra Meloni también ganaron con margen. En otros países como Holanda, Hungría, Austria o Polonia, esta derecha no tradicional o bien ganó o bien quedó segunda. En nuestro país, Vox duplicó escaños y el nuevo movimiento encabezado por Alvise logró sacar unos sorprendentes tres asientos.
Aunque los medios se empeñan en agrupar bajo el mismo epígrafe de «ultraderecha» a toda esta panoplia de partidos, lo cierto es que no son iguales entre sí. Hay grandes diferencias en las posiciones económicas, sociales o internacionales de unos y otros. De hecho, estos movimientos políticos pertenecen a distintos grupos parlamentarios en Bruselas.
Sin embargo, sí hay otras áreas en las que todas estas formaciones parecen coincidir. O, dicho de otro modo, los votantes de todas estas formaciones sí comparten inquietudes comunes sobre cómo va Europa. En particular, hay tres temáticas prevalentes: soberanía, inmigración y agenda verde.
Todos estos movimientos comparten una visión nacional y soberanista de Europa. La idea de los Estados Unidos de Europa ha muerto; los ciudadanos no la quieren. No quieren que una clase funcionarial asentada en Bruselas controle crecientemente sus vidas de forma homogénea. No quieren soluciones de la élite cosmopolita alejadas de las realidades locales que ellos viven. No quieren una superestructura política asentada en su torre de oro globalista. Una muestra clara de este hastío es el poco interés que despiertan las propias elecciones europeas. Este año la media de participación apenas ha llegado al 51% (y esto teniendo en cuenta que en varios países es obligatorio votar). En 16 países la participación ha sido menor del 50%.
Otra gran inquietud que todos estos ciudadanos europeos comparten es su preocupación por la inmigración. Los ciudadanos sienten que la política migratoria de la Unión está causando crecientes e innegables problemas de seguridad, de integración y económicos.
¿Cómo no va a haber problemas de seguridad, si tenemos las fronteras abiertas y un flujo regular de inmigrantes entrando ilegalmente de los que no sabemos nada, ni su pasado, ni intenciones, ni perfil? No es casualidad sino estadística que en países como Suecia y Alemania se hayan disparado los delitos desde que dejaron entrar a cientos de miles de supuestos refugiados sin ningún control. En España, según el INE, la población inmigrante sólo es el 12% del total, pero comete el 32% de los homicidios y el 40% de los robos con violencia. La mayoría de inmigrantes son personas honradas, que quede claro, pero si no controlamos nuestras fronteras no sabemos a quién estamos dejando entrar.
Y ¿cómo no va a haber problemas de integración si ya hay barrios enteros en múltiples ciudades europeas, desde Bruselas a Ámsterdam pasando por Barcelona, donde no puede entrar ni la Policía pues están tomados por una masa de inmigrante sin intención de asimilarse a nuestros valores y cultura? Es más, estos grupos de inmigrantes no es que no tengan intención de asimilarse, sino que abiertamente buscan la caída de nuestro modo de vida, como está quedando patente en todas las manifestaciones teóricamente pro-palestinas de los últimos meses. La semana pasada se hizo viral un vídeo de una de esas marchas en Londres donde un grupo de inmigrantes islámicos cantaba «judíos, escondeos, buscamos vuestra sangre» mientras intimidaban a comercios y negocios. ¡Qué aires del Berlín de los años 30, madre mía!
En tercer lugar, todos estos partidos parecen haber canalizado un claro descontento con la agenda verde europea. La agenda verde es el paradigma de lo que la gente odia de Bruselas: regulación, trabas y losas burocráticas al bienestar y la competitividad de Europa, impuestas desde arriba por una élite funcionarial alejada del ciudadano, mientras no se responde a los problemas que ellos sí sufren en su día a día.
Cuando las políticas verdes hacen que suba el precio de la energía, las personas no pueden poner la calefacción y los pequeños comercios ven sus gastos disparados. Cuando se penaliza los combustibles fósiles, el precio de la gasolina sube y todo el mundo lo paga. Cuando se ponen límites a los fertilizantes, los alimentos suben de precio y a las familias les cuesta más la cesta de la compra. Cuando se imponen restricciones ambientales en todas las áreas económicas, Europa deja de crecer y la gente tiene menos oportunidades de salir adelante.
Y cuando todo esto se impone desde la Unión Europea para luchar contra un apocalipsis climático que nunca llega y del que, en todo caso, Europa sólo representa una mínima parte, pues la gente se enfada y vota a alternativas políticas. No sé por qué nos extrañamos.
Los ciudadanos quieren Europa, pero una Europa distinta. Ninguno de los partidos tradicionales parece darse por enterados. Los populares y socialistas europeos creen que pueden seguir pactando entre ellos el rumbo de Europa e ignorar el creciente reclamo ciudadano. Que luego no se sorprendan si al Brexit le surgen hermanos en otros rincones.