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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Confiese: usted también los detesta

De un día para otro, la pezuña del Estado «progresista» se ha metido sin avisar hasta en nuestra nevera

Actualizada 11:28

Reconózcalo: usted también los detesta, porque realmente son odiosos. Y no está solo. Si se elaborase una encuesta al respecto se descubriría que somos mayoría absoluta. Una opinión pública a la que nadie hace ni caso, por supuesto, porque el benefactor Estado «progresista» nos arrolla y cada vez introduce su pezuña en más parcelas de nuestras vidas particulares.

Mi primera relación con el asunto fue desconcertante. El problema solía ocurrir a la hora temprana del desayuno, cuando todavía deambulas legañoso y medio sopas. Al principio lo achaqué a un debilitamiento físico, a una merma de fuerza en los brazos por los avances de la edad. «Debo estar hecho papilla -pensé-, porque últimamente soy incapaz de abrir una botella de plástico sin que me quede la mitad del tapón sin desenroscar. Tengo que procurar hacer más deporte». Como buen hipocondriaco digital incluso sopesé bucear en Google para buscar posibles enfermedades asociadas a la pérdida de energía en las manos.

Tardé todavía un par de semanas en descubrir la verdad del asunto. Me la desveló mi mujer una mañana. El zumo se me había ido por fuera del vaso tras topar con el impedimento del tapón colgante y desviarse de su trayectoria. Me cisqué en el puñetero taponcito y entonces ella, simpatizante del reciclaje, salmodió: «No te quejes tanto. Han puesto los tapones de plástico así, sin que se puedan separar, para que la gente también los recicle, y no solo la botella». O sea, el coñazo de los nuevos tapones que no se sueltan atendía a una brillante iniciativa del Gobierno ecologista, progresista, feminista y arcoíris para todos, todas y todes.

Desde entonces, cada vez que abro una botella de agua, o de zumo, observo con desagrado ese tapón ecológico colgante, que me interpreta como un malvado contaminador anti ecologista que de no ser por el brazo coercitivo del Estado no lo reciclaría (el Metro de Madrid, por cierto, se ha llenado estos días de carteles donde te ordenan calcular «tu huella de CO2»). Lo que me viene a la cabeza ante el eco-tapón son los rostros de Sánchez y Teresa Ribera en formato Gran Hermano y carcajeándose: «Además de en tu bolsillo, en tu coche, en las horas que debes trabajar, en donde puedes fumar, en tu alcoba («sí es sí»), en como debes hablar (lenguaje inclusivo y corrección política), y en cómo has de estudiar la historia de España (leyes de «memoria»), ¡ahora ya estamos también en tu nevera! No hay escapatoria. Nadie puede huir de la mano amiga del Gobierno progresista».

Orillamos el mundo feliz de Huxley. El Estado omnipresente aspira a regularlo todo con su ingeniería social ideológica («los niños no son de los padres», llegó a advertirnos aquella ministra Celaá, en frase de horroroso estatismo). Apetecería imprimir unas camisetas con el aviso del sagaz ilustrado Constant de Rebecque: «Rogamos a la autoridad que se mantenga en sus límites, que se limite a ser justa, nosotros ya nos encargaremos de ser felices». Con buen criterio, Constant explicaba que «nuestra libertad debe consistir en el goce apacible de la independencia privada». Pero hoy se encuentra acorralada por el Estado, que de manera paradójica nos va comiendo cachitos de libertad mientras pretexta que con ello amplía nuestras libertades.

Milton Friedman, Nobel de Economía en 1976 y brillante polemista de la Escuela de Chicago, llevaba a veces sus tesis liberales a los lindes del anarquismo, imagino que en parte por epatar y ganar atención. Pero sus intuiciones eran buenas. «El Gobierno debe ser un árbitro, no un jugador activo», advertía, y resumía las tres funciones que a su juicio le competen: «Debe garantizar la defensa militar de la nación. Debe garantizar los contratos entre individuos. Debe proteger a los ciudadanos de los crímenes contra ellos y sus propiedades. Pero cuando el Gobierno, en nombre de sus buenas intenciones, trata de arreglar la economía, legislar sobre moral o favorecer intereses particulares, el resultado es ineficiencia, carencia de motivación y pérdida de libertad».

El gran Friedman, que habría odiado el eco-tapón, anticipó de manera visionaria la cargante España socialista.

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