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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Tula

En mi infancia, las mujeres corrían peor que ahora. Y cuando era una niña la tuleadora, los niños de familia educados en la caridad cristiana, se dejaban tulear sin apenas disimulo

Actualizada 08:35

Los que, a mi edad, aunque parezca imposible, fuimos niños, tenemos un remordimiento que nos une. Jugábamos a una tontería que se llamaba Tula. Tula era la abreviación de «Tú la llevas», cuando en realidad no llevábamos nada, excepto el aburrimiento. Consistía el juego en correr en pos de otros niños, y proceder a un tocamiento –en el mejor sentido de la palabra–, de otro niño en franca huida. En ese caso, al grito de «¡Tula!», se traspasaba al tocado la responsabilidad del juego, convirtiendo al tuleador en tuleado. Y así hasta la eternidad.

Tula

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En mi infancia, las mujeres corrían peor que ahora. Y cuando era una niña la tuleadora, los niños de familia educados en la caridad cristiana, se dejaban tulear sin apenas disimulo. El escenario del Tula era, por lo normal, los jardines de Ondarreta, desde la estatua de la Reina Cristina a la rotonda de las hortensias. En la rotonda de las hortensias hacía guardia el municipal Elorrieta, que vigilaba armado de una vara de castaño.

–Como piséis las flores, os arreo un castañazo que os abro la chochola–. Una advertencia terrible, porque era Elorrieta capaz de abrirnos la cabeza por esa pequeña travesura.

En nuestra pandilla, la más gorda de las niñas, y por ende, la menos capacitada para jugar a «Tula», era Rosa Mari Lizarrimendi Lagartúa, de muy desproporcionadas nalgas impulsoras. Desde que iniciaba los movimientos de persecución hasta que lograba mover las piernas para librarse de la tula, transcurrían varios minutos. Los mismos que invertía el funicular de Igueldo descendente en alcanzar la estación, que era el mismo tiempo que tardaba el ascendente en llegar a su destino en el incomparable parque de atracciones.

El 26 de agosto de 1957, Rosa Mari fue tuleada por Pochorro Garmendia, y al intentar devolver el contacto al tuleador para librarse del protagonismo atlético, tropezó, se derrumbó ante las hortensias, las machacó con el peso de su voluminoso cuerpo, y el municipal Elorrieta, del disgusto, experimentó un desagradable episodio vascular.

El 27 de agosto, el municipal Elorrieta entregó su alma a Dios.

Lógicamente, y con toda la razón, los miembros de la pandilla responsabilizamos a Rosa Mari Lizarrimendi del fallecimiento de aquel inolvidable vigilante de las hortensias y de la armonía de los jardines de Ondarreta. En señal de abatido pésame, dejamos de jugar al Tula, y los padres de Rosa Mari vendieron sus negocios en Lasarte y se trasladaron a Tolosa, donde pasaron totalmente desapercibidos. Con el paso de los años, Rosa Mari, a la que habíamos olvidado a pesar de su espantoso crimen involuntario, se desprendió de sus carnes sobrantes, adquirió la estampa de un alto y bellísimo junco, y se presentó al concurso de «Miss Amara», certamen del que resultó vencedora por unanimidad. Cuando el concejal Sagastume le impuso la banda, del público surgió una voz que gritó:

«¡Asesina!». La voz provenía de la garganta de Pochorro Garmendia, que fue, también involuntariamente, el responsable de la caída de Rosa Mari sobre las hortensias y, como consecuencia de ello, el homicida del municipal Elorrieta.

Rosa Mari escapó a duras penas del linchamiento por parte del público presente, y Pochorro Garmendia, abrumado por su mala acción, emigró a América.

Lamento profundamente reconocerles que carezco de datos del acontecer de sus vidas. Ignoro qué hizo Pochorro en América y, más aún, qué futuro escogió Rosa Mari para olvidar tan hondo quebranto.

Me ha resultado imposible averiguar qué ha sido de ellos.

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