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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Un poco de caspilla a lo Dan Brown

Dar cera a organizaciones católicas con alambicadas teorías de la conspiración constituye uno de los clásicos más rancios y queridos de cierta izquierda

Actualizada 01:30

He ojeado un tremebundo artículo en la prensa sanchista contra el Opus Dei y me ha arrancado una sonrisa involuntaria, porque su tono demodé me ha recordado rancias teorías de la conspiración del siglo pasado. La pieza glosa un libro sobre la Obra de un desconocido periodista inglés de 43 años, un tal Gareth Gore, que tras hacer eventualmente algún reportaje en España se destapa como un grandísimo experto sobre nuestro país (sabido es que a los españoles nos encanta hacer el papanatas y que vengan los guiris a descubrirnos cómo somos).

Al parecer, tras una exhaustiva investigación de un lustro, el gran Gareth ha descubierto que «la Obra es un peligro para sí misma, para sus miembros, para la Iglesia y para el mundo». ¡Caramba! Dan Brown se había quedado corto. El experto presenta al Opus como una suerte de Spectre, la multinacional del mal de las películas de James Bond, cuyos tentáculos alcanzan a Trump, explican la quiebra del Popular, o manipulan las mentes de sus adeptos. Todo aliñado, por supuesto, con las pertinentes gotas de «extrema derecha» y misoginia rampante.

Me sonrío ante el tono camp del artículo y por el hecho de que por designio de mis padres estudié en un colegio y una universidad de la Obra. Por lo tanto, tuve la ocasión de conocer de primera mano esa multinacional del mal… y resulta que debo ser un pánfilo integral, porque mi balance es positivo.

Mi padre, un lector compulsivo que no era creyente, andaba por los mares en nuestra infancia. Así que encargó a mi madre, creyente a ratos, que buscase «un colegio para los niños, pero que sea el mejor de La Coruña». Mi madre nada sabía del tema docente. Así que para atender la encomienda preguntó aquí y allá. Le dijeron que los dos mejores centros de la ciudad eran Santa María del Mar (Jesuitas) y Peñarredonda (Opus). Como los desconocía por completo, decidió tomar su decisión visitando ambas instalaciones. El campo de fútbol de los jesuitas estaba al lado de una vía del tren. Eso no le gustó: «Estos locos de mis hijos son capaces de tirar la pelota a la vía, irse por ella y ya tenemos una desgracia». Por tan prosaica razón optó por el otro cole, que resultó ser el del Opus, donde yo estudié.

Mi padre, a pesar de que era más bien agnóstico (o agnóstico entero), tenía desde joven una ilusión: que sus hijos estudiasen en la Universidad de Navarra, pues la consideraba un símbolo de excelencia. Así que allá acabamos mis dos hermanos y yo, ellos en Medicina, y yo en Periodismo, qué le vamos a hacer (lo cual me permite tener hoy la nómina más baja de los tres).

Es decir, estuve en las garras del temible Opus desde los cinco años hasta los 21. Imagínense... ¿Y qué vi? Pues como en todas partes había gente fuera de serie, normal y algún sujeto mejorable. Pero en resumen, observé fe en Dios y afán de servicio a Él, gusto por el trabajo bien hecho, cuidado de los detalles y una apuesta por la excelencia de motivación trascendente.

En el cole no aprendí demasiado, no me pareció muy allá. Pero la universidad resultó excelente, como pronosticaba mi padre. Hice amigos de la Obra como estudiante y a lo largo de mi vida he conocido a mucha gente de la misma. No debo tener el ojo periodístico del astuto investigador Gareth, porque en lugar de retorcidos mafiosos metidos en mil intrigas, yo siempre me he topado con lo mismo: personas cordiales, prudentes, laboriosas, cooperativas, centradas en formar familias cristianas y en sacarlas adelante, o en su vocación célibe de servicio a Dios. Curiosamente, no vi plutócratas explotadores. No vi abusos. No vi acosos, ni faltas de respeto. No vi tampoco ese poder infalible que los conspirólogos atribuyen a la Obra. Vi una organización donde a su manera, con sus aciertos y humanos defectos alguna vez, buscan a Dios e intentan que esté presente en todos los aspectos de sus vidas, intentando atenerse al mejor código moral que existe y existirá, el de Jesús.

¿A qué vienen entonces estos ataques obsoletos y extemporáneos? Pues atienden a que el modo de vida que proponen el catolicismo y la Obra se da de bruces con lo que hoy propugna el mal llamado «progresismo». La izquierda, fracasada con la economía, aspira ahora a imponer una manera única y obligatoria de contemplar el mundo. Y en ella no cabe la concepción trascendente del ser humano, ni la dignidad de las personas cuando están más indefensas (el nasciturus y el moribundo), ni la tradición, ni la oración, ni siquiera se admite ya la evidencia del hecho biológico del hombre y la mujer.

Así que vuelve la izquierda con sus panfletillos a lo Dan Brown, de la era del comediscos, las camisetas del Che, las azafatas del Un, dos tres y la colonia pachuli. Creen encarnar la modernidad más resplandeciente, pero todo huele a alcanfor y a una lúgubre desesperanza. Porque si no hay Dios, todos estamos abocados a aquel viejo dicho gallego: «Morreu o can, acabouse a rabia». Es decir, la más heladora nada.

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