Chonismo en el banco azul
Además de la conocida carencia de talento político y de los enredos de corrupción se percibe en el Gobierno una acusada carencia de educación y buen estilo
María Jesús Montero es una médico sevillana de 58 años de gestualidad nerviosa, a la que le cuesta expresarse de manera articulada. Debido a la degradación que nos ha traído el sanchismo, ha alcanzado los cargos de número 2 del PSOE y vicepresidenta primera. Lleva incluso la cartera de Hacienda, sin poseer la formación técnica que requiere tan importante y complicado ministerio.
Marisu es además una de las tres ministras que encarnan lo que podríamos denominar la facción choni del Gobierno, un clan que completan Pilar Alegría, con su sonrisa sardónica de carmín rojo y labio revirado; y la inefable Yolanda Díaz, con su adicción al estilismo chillón y a sobar a todo aquel, aquella o aquelle que se le cruza por delante.
En la sección de control de ayer, Marisu se comportó de una manera extraña. Dio un recital de mímica-makoki. La vicepresidenta sacaba la lengua en plan sobrada mientras ponía la mirada en blanco, señalaba con sus dedos a la oposición como si fuese un rapero en un duelo de gallos, se lanzaba un chicle a la boca en plan choni en una disco poligonera, componía extraños caretos de sorpresa, como si fuese una secundaria de una telecomedieta de situación… Lo que asomaba era una sorprendente carencia de educación, unos malos modales que son impropios de quien ostenta tan alto cargo.
Ayer supimos que Ábalos, por entonces brazo derecho del presidente del Gobierno, va a ser imputado como jefe de una trama corrupta que salpica al propio «número 1» (Sánchez, según el juez). El líder de la oposición pidió con toda la razón la dimisión del responsable de un Ejecutivo «putrefacto». Ante tan grave situación política, ponerse a hablar de los modales de los ministros puede parecer una boutade. Pero no lo es, pues operan como un espejo del espíritu de los gobernantes que hoy padecemos. El sarcástico y agudo Thomas de Quincey, escritor inglés decimonónico, explicó con esta delirante humorada la importancia de la buena educación: «Si un hombre se deja tentar por un asesinato, poco después piensa que el robo no tiene importancia, y del robo pasa a la bebida y a no respetar los sábados, y de esto pasa a la negligencia de los modales y al abandono de sus deberes».
Por desgracia no me considero persona de exquisita educación; me encantaría tener unos perfectos modales. Mi mujer es capaz de comerse una naranja con cuchillo y tenedor. Yo cada vez que me zampo una con las manazas acabo chapuzándome la camisa. ¿Dónde aprendiste a hacerlo?, le pregunto. «Me enseñaron las monjitas de mi cole de San Sebastián». Cuando una idea me viene a la cabeza conversando con otra persona, yo a veces llego a interrumpir a mi interlocutor. Ella no lo haría jamás. Si el camarero trae un aperitivo a la mesa, yo me abalanzo el primero sobre las viandas, mientras ella me mira con cara de «ya está este orangután tirándose a la comida». La buena educación se nota.
Los ingleses creen que la elegancia de una persona estriba sobre todo en el carácter, más que en la apariencia. Óscar Wilde definía al perfecto gentleman desde la moral, no por sus atuendos: «Es aquel que nunca hace daño a nadie intencionadamente».
Los manuales británicos de la cortesía explican que una dama o un caballero no tiene miedo a decir la verdad e intenta mostrarse siempre tan amable y colaborador como sea posible. A la hora de mostrar sus conocimientos ha de ser comedido, para no incurrir en la pedantería. Socialmente, no dará la murga a los otros comensales con los ruiditos de su móvil, pues lo apagará antes de sentarse a la mesa. Llega siempre cinco minutos antes de la hora convenida, dice su nombre cuando lo presentan y sabe cuando toca estar callado. Es amable con los camareros y si hay niños domina un par de truquillos para entretenerlos y ganárselos. Los tatuajes, por favor: mejor cero. La persona elegante huye además en su vestimenta de la estridencia, aunque se puede permitir algún pequeño guiño excéntrico para realzar su individualidad.
El chonismo a lo Marisu y Yoli supone exactamente lo contrario a todo lo anterior. Un empalagoso afán de protagonismo. Una turra inagotable en sus peroratas. Discursos trufados de medias verdades (o manifiestas trolas). Vestimenta chirriante, chocarrera, que ellas confunden con elegancia.
Si el sanchismo continúa unos años más, cualquier mañana llegarán al Congreso con chándal y zapatos de tacón para anunciar que imponen un impuesto «universal, ecológico y progresista» sobre las micciones de todas y todos.
Son insufribles. Y ahora sabemos que también corruptos.