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VertebralMariona Gumpert

Sola, borracha y estafada

De joven, Tomás se enfrentó a la oposición familiar por querer unirse a los dominicos

Actualizada 01:30

El primer libro de filosofía que leí fue «Utopía», de Santo Tomás Moro. Formaba parte del currículo académico de 1º Bachiller y lo gocé, resultó una agradable sorpresa. Por el libro en sí mismo, y por enterarme de la vida y peripecias de su autor. Desde entonces tuve a Santo Tomás en un pedestal.

Años después, aterricé en una universidad católica para estudiar filosofía. En los primeros días, oí citar a Santo Tomás por doquier. «Ah —me dije— sabía que mi intuición era buena». Imaginen mi decepción al descubrir que no hablaban de mi Tomás, sino del de Aquino. Le tomé al pobre Doctor Angélico una manía feroz; ¡lo que hace la lealtad irracional de la juventud! A pesar de ser uno de los filósofos y santos más grandes, lo único que me reconcilió con su figura fue escuchar una anécdota sobre su vida.

De joven, Tomás se enfrentó a la oposición familiar por querer unirse a los dominicos. Para torcer su voluntad, sus hermanos lo confinaron en una torre del castillo familiar. Durante su encierro intentaron hacerle desistir; un día se les ocurrió incluso introducir a una mujer de vida alegre en su habitación. Tomás, al verse frente a ella, tomó un tizón encendido y la persiguió por la habitación hasta que huyó despavorida.

Me admiró su rebeldía filial. Pero malotes con o sin causa siempre ha habido. Me solidaricé con él al pensar en cuántos se reirían del joven Tomás. Algunos podrían empatizar con su anécdota; no con su visión sobre el sexo, claro, sino con la determinación para alcanzar metas mediante esfuerzo y sacrificio. La diferencia radica en los objetivos; el Aquinate buscaba elevar su espíritu, mientras muchos hoy se comprometen con una férrea disciplina de gimnasio y dieta para estar bien buenos. Igualicos.

Me pregunto por qué ignoramos la fuerza de la naturaleza que es la sexualidad y, en general, por qué parece que hayamos olvidado lo complicado que resulta vencer todo tipo de vicios e inclinaciones naturales. Con el escándalo de Íñigo Errejón se vuelve a poner de relieve el asunto. Me dan lástima las feministas que lo máximo que esperan de un hombre es que entienda que solo sí es sí, y ni siquiera eso parecen encontrar. Errejón culpa al neoliberalismo de su (aparente) debilidad, cuando es más sencillo reconocer que una libertad que no se orienta a fines no lleva a ningún lado (bueno). Se reduce el sexo al mero intercambio de goces físicos, a algo que es normal y positivo que suceda entre desconocidos, pero después desconciertan las sorpresas. Tronos a las causas, cadalsos y parches a las consecuencias, donde parches son un incremento brutal del número de abortos por año, hormonación de mujeres sanas, ETS campando por doquier, relaciones líquidas y, en general, personas sintiéndose objetos.

Entiendo la desesperación de mujeres que tienen que habitar en un mundo en el que la visión sobre el sexo es menos profunda que una cucharilla de café. Lo que no alcanzo a comprender es que la solución sea deconstruir al varón y el «sola y borracha quiero llegar a casa». Llámenme loca, yo prefiero a un varón construido, es decir, a uno que —como Santo Tomás, Platón, Aristóteles y muchos más— sea consciente de que la vida virtuosa solo se alcanza por repetición de actos buenos. Que saben que obrar mal es siempre mucho más sencillo que buscar el bien (en hombres y mujeres), y forcejean de forma constante para que no les venza el desánimo, la inercia o el hastío en la lucha contra sí mismos y sus pasiones.

Muchos esperaban de Errejón que tuviera un comportamiento coherente hasta la muerte, cual Santo Tomás Moro. Sin embargo, la carcajada es generalizada cuando se habla de la vida y anécdotas de los santos, como la del Aquinate. Son urbanitas de la moral, siembran zarzas y esperan que salgan rosas. En el camino, arrasan con una de las cosas más bellas que existe: la complementariedad y armonía entre varón y mujer.

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