España, camino a la distopía
La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza
Sacó de su bolsillo una moneda de veinticinco centavos. También en ella, en letras pequeñas, pero muy claras, aparecían las mismas frases y, en el reverso de la moneda, la cabeza del Gran Hermano. Los ojos de éste le perseguían a uno hasta desde las monedas. Sí, en las monedas, en los sellos de correo, en pancartas, en las envolturas de los paquetes de los cigarrillos, en las portadas de los libros, en todas partes. Siempre los ojos que os contemplaban y la voz que os envolvía. Despiertos o dormidos, trabajando o comiendo, en casa o en la calle, en el baño o en la cama, no había escape. Nada era del individuo a no ser unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo.
El sol había seguido su curso y las mil ventanas del Ministerio de la Verdad, en las que ya no reverberaba la luz, parecían los tétricos huecos de una fortaleza. Winston sintió angustia ante aquella masa piramidal.
Sacar a colación a George Orwell o Aldous Huxley como advertencia suena conspiranoico. La conspiranoia asusta si entendemos que toda teoría u opinión que se salga del relato oficial es fruto de una enfermedad mental contagiosa. La pregunta es, ¿son delirantes todas las ideas poco extendidas? El problema con los relatos distópicos es que, en cuanto metáforas llevadas a sus últimas consecuencias, nos resultan lejanas. La mayoría piensa que su utilidad es la de todo juego mental contra-fáctico, es decir, barajar qué problemas podrían llegar a surgir para evitarlos, para curarnos en salud.
Las narraciones de ciencia-ficción no suelen explicar cómo llega una sociedad a convertirse en una auténtica pesadilla (con excepciones como Rebelión en la granja). Quizá es porque el narrador asume que el lector conoce la metáfora de la rana hervida. Los cambios, cuando son mínimos e imperceptibles, no sólo no preocupan: con frecuencia incluso se aplauden. La aprobación general resulta sencilla de obtener cuando se hace en nombre de algo tan etéreo como la democracia o cuando se ofrece seguridad personal. A la mayoría de las personas les aterra la libertad y no dudan en verse privada de ella si le prometen a cambio un mundo exento de peligros.
Si relaciono el Gran Hermano de Orwell con la iniciativa del gobierno que ordena registrar hasta 43 datos de viajeros se me tachará de exagerada. Habrá quien pregunte, capcioso, «¿tienes algo que esconder, Mariona?». El mismo tipo de gente que piensa que la serie Blackmirror –estrenada hace diez años– resulta inquietante pero poco realista. Les recomiendo ver el capítulo «Caída en picado». Retrata un mundo donde cada ciudadano es evaluado por el resto en una escala de cinco estrellas a través del móvil. Es un sistema que combina la interacción en redes sociales actuales con el sistema de puntuación que usamos para evaluar productos, empresas, vendedores, repartidores e incluso profesores. Habrá quien piense que no se dejaría arrastrar por este furor si le tocara habitar en un escenario así, pues no he contado que la puntuación de cada usuario le condiciona más allá de lo social. A quienes se aproximan al 5 (nota máxima) se les abren todas las puertas económicas y laborales. Al contrario, cuantos menos puntos, más restricciones. Un sistema de castas moderno.
¿Poco realista? Háganse ahora con el documental China, mi mujer tiene crédito social. En él se muestra el control de la población a través de diferentes mecanismos, como Zhima Credit, WeChat, la tecnología de reconocimiento facial –se calcula que hay una cámara por cada dos habitantes– y el uso de la inteligencia artificial. Acciones como saltarse un semáforo en rojo o fumar en zonas prohibidas te restan «crédito social», además de exponer tu cara en grandes pantallas LED habilitadas en zonas públicas como forma de escarmiento. Una puntuación baja te imposibilita el acceso a ayudas, subvenciones, préstamos o instituciones educativas.
Lo más grave del asunto es que el 80 % de la ciudadanía parece contenta con este sistema. De nuevo, como en las distopías, el asunto se nos antoja lejano. Cosas de chinos. Quizá si mencionamos que gobernantes europeos se han planteado instaurar sistemas parecidos nos preocupe más el tema. Y, en el fondo, tiene sentido. En un mundo individualista, en una sociedad atomizada donde el sentido de comunidad ha desaparecido, donde las virtudes y formas de vida son relativas, la única forma de asegurar la convivencia es a través de un Gran Hermano que controle a todo y a todos. El individualismo más feroz desemboca en el control más absoluto. Resulta irónico, ¿verdad?