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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Sí, lo de Sánchez es un golpe de Estado

No hace falta sacar un tanque ya para lograr los mismos efectos, y eso está haciendo en directo el líder del PSOE

Actualizada 01:30

Sánchez nunca tuvo escrúpulos, pero tampoco pudor: es bien capaz de defender la abolición de la prostitución sin renunciar a los previsibles regalos de su suegro, histórico en el sector del relax; como es bien capaz de firmar una moción de censura con los mismos socios a los que antes impuso un artículo 155; de plagiar una tesis doctoral a la vez que reprueba a Rajoy por su falta de ejemplaridad o de tratar de imponerle una Ley de Transparencia específica a la Corona mientras él esconde lo que hacen su familia y sus amigos directos.

El líder socialista fue capaz de ir de socialdemócrata nórdico frente a las hordas radicales de Madina para, a continuación, abrazarse al populismo tropical, al filoterrorismo de Bildu, al separatismo ultraderechista de Puigdemont y hasta al «fascismo» de Orban en Europa: si Milwaukee fuera provincia española y allí sacara acta de diputado su célebre carnicero, ya encontraría argumentos inclusivos para los asesinos en serie con los que justificar un pacto que le diera a él la Presidencia.

Sánchez es infinitamente más peligroso que todos los peligros que denuncia para fabricar coartadas a su reiterada insurgencia contra la democracia, la ley, el sentido común y la decencia cuando todas ellas desmontan sus objetivos: Trump, Elon Musk, Meloni o Abascal, por citar algunos de los fantasmas que airea con escaso apego por la verdad, pueden gustar o no, pero sus acciones responden a un discurso conocido, unas metas confesables y unos medios previsibles.

En este nihilista que no ha leído ni a Turguénev ni a Nietzsche no hay nunca límites porque no hay principios y todo el catálogo imprevisible de decisiones obedece a la necesidad, que unas veces se activa para alcanzar el poder como sea, otras para conservarlo a un precio obsceno y últimamente, se diría, para escapar de un proceso judicial por corrupción, alta traición o todo ello junto.

Ahora aspira a modificar las leyes con el mismo espíritu ya aplicado para indultar, amnistiar o liberar a terroristas, golpistas y chorizos andaluces, pero con él mismo de receptor de su generosa dádiva: legislar para imponer un derecho de rectificación consistente en que todo lo que él diga que es un bulo lo es, porque sí; y para expulsar con carácter retroactivo a los jueces y a las acusaciones populares de todo pleito judicial que le afecte es, de facto, un golpe de Estado.

Porque dotarse de inviolabilidad a sí mismo y a los suyos equivale, en la práctica, a derogar la democracia, que tiene en la separación de poderes, la autonomía de cada uno de ellos y el contrapeso entre todos su base fundacional.

Solo hay ya diferencias geográficas y estéticas entre Maduro y Sánchez: uno anula unas elecciones que perdió y se inviste a sí mismo, y el otro se fabrica un nuevo código penal para convertir en culpables a sus rivales y en víctimas a los responsables y cómplices de sus fechorías.

Es de esperar que los restos del Estado de derecho, que no son pocos ni débiles, hagan su trabajo antes de que sea demasiado tarde: de Europa poco cabe esperar, con una Úrsula von der Leyen que es igual de cínica, pero con más idiomas y laca; pero del Poder Judicial, el Tribunal Supremo, la oposición, la sociedad civil y los cuatro medios de comunicación que no hincamos la rodilla, sí puede y debe esperarse todo.

Antes de que un Zapatero cualquiera negocie en una embajada remota los términos del destierro de los pobres demócratas desafectos al Régimen.

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