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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El último hombre libre de un mundo que ya no existe

Una película sobre su despuntar vuelve las miradas a Bob Dylan, un enigma que nunca se acaba

Actualizada 13:34

Algunos chavales descubren ahora a Bob Dylan, que ya interesó a sus abuelos en el siglo pasado, gracias a la película Un completo desconocido, que recoge su llegada a Nueva York a comienzos de los sesenta. Dylan no se agota nunca. Algunos lo consideran el más importante artista vivo. También constituye un puzzle complejo y contradictorio.

Quintaesencia ya de la cultura popular de Estados Unidos, Dylan desciende de judíos que escaparon de los progromos europeos. Los abuelos paternos venían de la hoy bombardeada Odesa, en Ucrania, y los maternos, de Lituania. Se instaron en un frío fin del mundo, allá arriba, en Minnesota, de donde Bobby se largó a los 19 años. La recuerda como una tierra «extrema», de «hielo en invierno y mosquitos en verano», donde «tenías que abrigarte hasta en casa». Desde 1973 vive en la risueña California, en una mansión extraña, cercana al mar y coronada por una delirante cúpula de cobre.

Dylan siempre ha sido un trolero compulsivo. Cuando aterrizó en la bohemia del Greenwich Village con solo 20 años, adornó su figura presentándose como un huérfano, o como el desertor de un circo ambulante. Un vagabundo errante que había recorrido medio país colándose en los trenes. Todo mentira, incluso el nombre de Bob Dylan. Robert Allen Zimmerman venía en realidad de un hogar burgués más o menos confortable y de observancia judía. Su padre Abram poseía con su tío una tienda de muebles y electrónica. Tras el instituto lo enviaron a estudiar a la Universidad de Minneapolis. Pero allí lo malearon –o elevaron– la guitarra y los libros (es un lector compulsivo, iluminado por la Biblia, Rimbaud, Kerouac, Shakespeare... y hasta por Von Clausewitz). Decide hacerse cantante. En su altar: el country de Hank Williams, el blues de Robert Johnson y, sobre todo, el folk protesta de su ídolo, Woody Guthrie, internado por entonces en un psiquiátrico, donde le rinde visitas un poco oportunistas para presentarse pronto como su heredero.

A comienzos de los 60, con solo 22 años, Dylan fue coronado como el profeta de la contracultura. Pero quiso huir de la turra izquierdista, liberarse de la corona de mesías de los tiempos que estaban cambiando («me sentía como un trozo de carne arrojada a los perros»), y para ello empuñó la guitarra eléctrica. ¡Sacrilegio! Los folkies, que lo adoraban, le llamaron Judas a gritos. Bob dejó crecer sus greñas, se caló las gafas negras, se volvió psicodélico y anfetamínico, continúo creciendo y escapando. Devorado al final por su nuevo personaje, exagera las secuelas de un accidente de moto en 1966 para retirarse de circulación y ejercer de convencional padre de familia. Luego vuelve a la carretera, su matrimonio se rompe y canta su propio divorcio en Blood on the tracks. Supone una nueva obra maestra. Más tarde, el judío de Minnesota, siempre indiferente al qué dirán, abraza la fe cristiana y publica tres discos promoviéndola con fervor y celo. Incluso aseguraba que Jesucristo se le había aparecido en una habitación de hotel en Tucson en 1979: «Él puso su mano sobre mí. Fue algo físico».

Los ochenta le sientan fatal, por el estilo chillón de la época y porque lo pillan con una excesiva intimidad con la botella y la farlopa. El público comienza a aburrirse, a olvidarse. En los ochenta graba discos malos. Bebe más de lo que aguanta, las producciones suenan a lata, ya no es relevante.

Pero surgió el ave fénix. Tras rondar la muerte en 1997 por una rara infección cardíaca («he estado a punto de reunirme con Elvis»), se reinventa por tercera vez. Nace ahora un poeta adusto, que con una nueva voz, cavernosa y sapiencial, mastica las verdades de la vida, que al final son solo tres: el amor (roto), la muerte y Dios aguardando al fondo. Un triunfo que celebra a su modo: subido a su autocaravana en la Gira Interminable, destrozando de villorrio en ciudad su glorioso repertorio. Y así será hasta que muera. En mayo cumplirá 84 años y en unos días vuelve a la carretera para retomar por el este de EE.UU. su caravana de conciertos, una paliza agotadora que acabará en septiembre, a veces con actuaciones en días consecutivos, que lo mismo lo llevan a un estadio que a un teatro elegante, o al parking de asfalto de un centro comercial.

¿Por qué seguir en la carretera? Se le calcula una fortuna de 700 millones de dólares. Tiene seis hijos y varios nietos. Ha ganado hasta el Nobel de Literatura y sería una leyenda aunque no moviese un meñique en lo que le queda de vida. En la última de sus raras entrevistas lo ha explicado: «La razón es que es la gira es la manera perfecta de permanecer anónimo dentro de un orden social. Eres el dueño de tu destino. Y no es un camino fácil, no es un juego divertido, no es Disneylandia. Es un sendero y el destino nos puso a algunos en él».

He estado en alguno de esos conciertos crepusculares. No volveré, porque tengo otro Dylan en la memoria, que no el del actual gorjeo recitativo. Pero admiro a este hombre que no enchufa la televisión ni ve las noticias, aunque le gustan los deportes, que no tiene paciencia para lo vulgar, que se pasea solo y encapuchado en las madrugadas de las ciudades donde toca y a veces la policía lo confunde con un vagabundo acechante. Un hombre atemporal, que escucha blues polvorientos que nadie recuerda y lee lo que importa, porque «soy una persona religiosa, así que repaso las escrituras, medito y rezo, enciendo velas en las iglesias, creo que la condena y la salvación, leo los cinco libros de Moisés, las epístolas de San Pablo, la invocación de los Santos…».

Bob Dylan, mujeriego tenaz que ha pasado dos veces por el altar (ambas con la novia embarazada), pintor regulero y soldador de esculturas bastante espantosas. Provocador que descolocó a sus fans más puristas haciendo un anuncio para Victoria’s Secret y otro de coches. Astuto inversor. Estrafalario cineasta y peor actor. El poeta que llevó la canción a su edad adulta, y como él canta, una persona que «contiene multitudes». El artista que escribió Like a rolling stone, All along the watchtower, Ring them bells y Blind Willie McTell, que nunca nos cansaremos de escuchar.

El último hombre libre de un mundo que ya no existe.

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