Un presidente absolutista y sin frenos
Poco a poco, con una mezcla zafia de clientelismo y ausencia de límites, Sánchez está imponiendo un régimen a su imagen y semejanza, sustentado en el poder absoluto, el partido único y la ausencia de contrapesos
El PSOE y Más Madrid han llevado conjuntamente una sonrojante propuesta a la Subcomisión de Calidad Democrática con la que pretenden, nada menos, subordinar al poder político a una nada desdeñable porción de organismos que trabajan para el Estado, desde la necesaria independencia legal, y no para el Gobierno de turno.
La sumisión de las instituciones al partido es una de las características fundamentales de los regímenes totalitarios, que se tornan además comunistas cuando denigran la propiedad privada, otro índice clave para medir la salud de una democracia.
Y en ambos abusos, consumados o a modo de intentona, llevan incurriendo este Gobierno, sus aliados y particularísimamente el presidente Sánchez desde que en 2018 alcanzaron el poder, tras dos derrotas históricas en seis meses, con una espuria moción de censura.
Ahora pretenden controlar el Consejo de Transparencia, la CNMV, el FROP o el mismísimo Consejo de Seguridad Nacional; con la resistencia de PP, VOX, CS y hasta el PNV y la incertidumbre de qué harán Podemos y el resto de sus socios, de los que poco bueno cabe esperar.
Pero antes ya han dado sobradas pruebas de que se atreven con esa colonización del Estado de derecho: su primer decreto-ley, en el verano de hace tres años, fue para asaltar literalmente RTVE y situar al frente a una comisaria política plenipotenciaria como Rosa María Mateo.
Poco después concedió a su entonces poderoso director de Gabinete, Iván Redondo, la dirección del Consejo de Seguridad Nacional, una atribución impropia de un consultor político que coincidió, además, con la inaceptable incorporación de Pablo Iglesias a la Comisión de Secretos del Estado.
Y en esa misma línea invasiva, situó al frente del CIS a un militante como Tezanos; en Correos a su primer jefe de Gabinete; en la Fiscalía General del Estado a su ministra de Justicia o en la Abogacía del Estado a sus delegados, por citar solo algunos ejemplos.
Todo ello culminó con el intento de abordaje al Poder Judicial, lo que supuso cruzar la línea roja de la separación de poderes y mereció la advertencia incluso de Bruselas, que ha sancionado a países como Polonia por excesos no muy distintos a los cometidos por Sánchez.
No es nuevo, pues, que ese Gobierno intente ocupar hasta el último rincón del Estado para controlarlo y ponerlo a su servicio. Y tampoco lo es que después use el poder de manera irregular: las dos resoluciones del Tribunal Constitucional declarando ilegales casi en su totalidad los estados de alarma impulsados por Sánchez son la mejor prueba de la terrible combinación que supone el abuso y la impunidad en una democracia.
Que ahora hayan puesto en la diana a otras instituciones, incluyendo al Banco de España, no es pues una sorpresa, sino la confirmación de una regla perversa que obliga a encender todas las alarmas; a activar todas las defensas y a reclamar la colaboración máxima de la Unión Europea.
Porque poco a poco, con una mezcla zafia de clientelismo y ausencia de límites, Sánchez está imponiendo un régimen a su imagen y semejanza, sustentado en el poder absoluto, el partido único y la ausencia de contrapesos. Aunque suene a tópico o caricatura, el parecido con Venezuela empieza a ser sobrecogedor.