Feijóo impone un Poder Judicial alejado del asalto deseado por Sánchez
La renuncia de Sánchez a hacer con el CGPJ lo mismo que con el Tribunal Constitucional o la Fiscalía General es una buena noticia, pero no cierra su deriva autoritaria
El PP ha obligado al PSOE a firmar un acuerdo de renovación del Consejo General del Poder Judicial que dista mucho del que Sánchez quería, inspirado en el mismo intervencionismo ya aplicado, para desgracia del Estado de derecho, en la Fiscalía General o el Tribunal Constitucional.
En esa misma línea, el presidente del Gobierno aspiraba a someter al órgano que decide qué magistrados presiden o componen el Tribunal Supremo, los Tribunales Superiores de Justicia, la Audiencia Nacional o las Audiencias Provinciales, nada menos.
Y no lo ha logrado. La sensata resistencia de Feijóo, que se jugaba mucho en este lance, unida a la evidente presión de la Unión Europea, han llevado a Sánchez a claudicar, asumiendo un acuerdo que no se ha firmado antes por su empecinamiento en culminar el abordaje, ya pleno en otras tantas instituciones. Ahora bien, el acuerdo no blinda la futura independencia de los jueces.
El reparto equitativo de vocales en el Consejo, la retirada del voto de calidad al presidente y la aplicación de mayorías cualificadas de al menos 12 de los 20 representantes en el CGPJ para elegir, por ejemplo, al Tribunal Supremo; son un obstáculo a la infame tendencia invasiva del PSOE, que tendrá muy complicado transformar el Poder Judicial en algo parecido al depauperado Tribunal Constitucional.
El pacto, que excluye a las minorías que paradójicamente ayudaron a Sánchez a ser presidente pese a perder las elecciones generales, puede ser una ayuda de cara a la supervivencia de la separación de poderes, hoy amenazada desde La Moncloa, si de verdad se llega a aplicar en toda su extensión, sin excepciones ni atajos de ningún tipo, lo cual está por ver.
Lo firmado en Bruselas demuestra que el bloqueo del Consejo General y la parálisis que ha sufrido en su actividad cotidiana ha sido a consecuencia del afán controlador del Gobierno, y no de la resistencia inconstitucional de la oposición para sostener una supuesta ascendencia que no era tal: donde existe esa subordinación es, de manera clamorosa, en casos como Álvaro García Ortiz o Cándido Conde-Pumpido, meros activistas con toga al servicio de las causas señaladas por su promotor.
Los cinco años de mandato prolongado nunca han sido ilegales, pese a la propaganda gubernamental en ese sentido, y se han acabado cuando Sánchez ha desistido, por la fuerza más que por convicción, de su insoportable deriva autoritaria.
Que sigue muy presente, pese a este saludable acuerdo, en la inaceptable utilización del Tribunal Constitucional para anular las condenas de los ERE ratificadas por el Tribunal Supremo; en el seguidismo bochornoso de la Fiscalía General del Estado a las instrucciones del Gobierno o en la utilización de un departamento del Consejo de Estado para aumentar la cacería contra Isabel Díaz Ayuso, a cuenta de los problemas con Hacienda de su pareja.
En muy poco tiempo, Sánchez ha ensuciado el prestigio, las competencias y las decisiones de órganos como la Abogacía del Estado, la Fiscalía General y el Constitucional, colonizándolos con acólitos a su servicio, en la misma línea que las cerca de 40 instituciones, organismos o empresas públicas a cuyo frente ha situado a un peón instrumental obediente.
Que esa ofensiva, autoritaria e invasiva, llegue nada menos que al Alto Tribunal, sometido a los designios de Sánchez a través de un presidente entregado y unos vocales de conocida trayectoria socialista, resulta deplorable y peligroso: porque si es capaz de «indultar» a Magdalena Álvarez, José Antonio Griñán o Manuel Chávez, símbolos del peor caso de corrupción de la historia; será capaz de todo.
Y lo mismo cabe decir del fiscal general, un títere de Sánchez encargado de acosar a Ayuso para, en realidad, compensar los evidentes problemas judiciales que tiene el presidente del Gobierno por las investigaciones abiertas sobre su mujer, Begoña Gómez; su hermano, David Sánchez, y su propio partido, enfangado en una pavorosa trama de corrupción en un contexto de muerte y desolación por la pandemia.
Que a esta tarea se sume el Consejo de Estado, autor desde uno de sus departamentos de un comunicado del PSOE lanzado para prolongar la causa indirecta contra Ayuso, demuestra que nada se salva de la manipulación de un Gobierno de inocultables tintes autoritarios.
En ese contexto, al que hay que incorporarle una amnistía inconstitucional como epílogo de una reforma del Código Penal al dictado de delincuentes condenados por insurgentes, renovar el Poder Judicial con arreglo a parámetros incompatibles con el control socialista es una buena noticia. Y una condición necesaria, pero no suficiente, para garantizar la autonomía del Poder Judicial, definitoria de la salud de una auténtica democracia.
La crisis de la Justicia no ha derivado de la falta de renovación de un órgano, sino del contumaz asalto a su independencia por parte de un presidente que solo busca salvar a los suyos con cacicadas, legalizar sus excesos y peajes constitucionales y, tal vez, protegerse a sí mismo, acusando a la judicatura de practicar «lawfare» en una intentona lamentable de dotarse de inmunidad e impunidad a sí mismo y a los suyos. Con este pacto eso parece hoy un poco más difícil, pero nadie debe bajar la guardia conociendo la trayectoria del personaje.