Un fiscal general cercado y con complicidades escandalosas
Interior debe aclarar si ha habido filtraciones a García Ortiz, cuya pinza con Pedro Sánchez amenaza a la propia democracia
La inaceptable degradación democrática que está viviendo España con Pedro Sánchez tiene en la situación procesal, las sospechas fundadas y los indicios delictivos de su fiscal general del Estado uno de los ejemplos más sangrantes.
Que el responsable de la acusación pública, en defensa del país al que sirve, esté imputado por revelación de secretos por participar en una operación para destruir a un adversario político del presidente, Isabel Díaz Ayuso, ya lo dice todo del deterioro del Estado de derecho.
Y que además, cada nuevo detalle de las investigaciones del caso supere en oprobio al anterior y preludie otro más bochornoso, con la protección absoluta del líder del PSOE, atestigua el juego de complicidades tejidas para lograr ese intolerable fin.
El último es especialmente sangrante, pues demuestra de manera fehaciente cómo Álvaro García Ortiz cambió de terminal móvil una semana después de conocer su imputación en el Tribunal Supremo y una antes de que el juez ordenara el registro de su despacho.
Esto último legitima la sospecha de que alguien pudo advertirle de las diligencias en marcha y, por tanto, ayudarle a borrar los mensajes de los dos móviles antes de que la UCO hiciera su trabajo.
Esa duda es razonable y exige una aclaración del Ministerio del Interior, que tiene la obligación de averiguar si alguien, en la Guardia Civil o en cualquier otro departamento, filtró las decisiones judiciales en marcha y ayudó, por tanto, al imputado a entorpecerlas.
Algo que sería gravísimo, pero no variaría la valoración global que ya merece el caso, a expensas de sus consecuencias penales, aún por determinar. Porque ya es un hecho constatado, por mucho borrado que García Ortiz hiciera, que movilizó a varios fiscales para acumular documentación privada sobre las conversaciones entre la fiscalía y el novio de Ayuso.
Y parece más que demostrado que, una vez reunida, alguien se la trasladó a la Moncloa, desde donde salió a su vez hacia el líder socialista madrileño, Juan Lobato.
Falta por determinarse si el Gabinete de Sánchez obtuvo esas conversaciones, protegidas por ley, directamente del Fiscal General, como parece deducible de las conversaciones incriminatorias que mantuvo con sus subordinados, perfectamente documentadas ya por la UCO tras investigar otros móviles que no eliminaron sus contenidos.
Y lo que es seguro es que la Moncloa se sirvió de algo que no debía tener para intentar utilizar a Lobato en esa operación de derribo de un adversario incómodo: las conversaciones que lo atestiguan están registradas ante notario y, ahora también, en el Tribunal Supremo.
Las garantías procesales forman parte esencial de un sistema democrático y, por eso, no se puede condenar de antemano ni siquiera a aquellos que se las saltan desde las magistraturas que más debían conocerlas, respetarlas y aplicarlas.
Pero las responsabilidades políticas son previas y complementarias a las meramente penales, y ya son evidentes: España no puede tener ni a un fiscal general que actúa como esbirro del poder político de turno, algo más propio de regímenes como el de Venezuela.
Y tampoco un presidente que lo utiliza como un matón para ajustar cuentas con quienes detesta o teme, utilizando recursos del Estado cuya existencia garantiza el equilibrio entre poderes, y no la sumisión de todos ellos a las necesidades de un autócrata cercado por la corrupción, la parálisis y el sectarismo.
Sobra García Ortiz, sin duda, pero también su promotor. El futuro de la democracia, nada menos, está en juego.