Una inmigración imprescindible
En un país con una natalidad tan baja y un nivel de envejecimiento tan fuerte no apostar a corto plazo por la inmigración sería suicida
Vengo defendiendo desde hace muchos años que la inmigración resulta altamente beneficiosa para nuestro país y he recibido algunas críticas por ello de personas o sectores que no comparten esta opinión. Comenzaré diciendo que en el ámbito de las migraciones tenemos muy mala memoria histórica. Hemos olvidado muy aprisa la enorme contribución de nuestros emigrantes hacia Europa al desarrollo económico de la nación. Sin las remesas remitidas entre finales de los 50 y primeros de los 70 y, por supuesto, sin el turismo en fase de despegue durante esos años, no habríamos podido salir del marasmo económico en el que vivíamos. La mayoría de nuestros emigrantes eran legales, pero también muchos tenían la condición de irregular y no por ello nos rajábamos las vestiduras. Y ahora que estamos en el otro bando del sistema migratorio sí que algunos sectores de nuestra sociedad ponen el grito en el cielo porque nos llegan personas sin las exigencias debidas aunque con las mismas pretensiones con las que salían nuestros compatriotas.
Que nadie me interprete mal. Soy partidario de que la inmigración que recibimos venga de manera legítima y de controlar la que entra de manera fraudulenta; pero es preciso ser conscientes de lo difícil que resulta esta pretensión como lo prueba el hecho de que en todas las sociedades de nuestro entorno exista una cierta proporción de irregulares.
Con independencia de su condición ,creo que nadie puede negar el papel fundamental que la inmigración ha desempeñado en el mercado de trabajo y en el progreso económico del país. Los extranjeros han venido a cubrir en parte algunos déficits de la pirámide laboral española, particularmente dos: el provocado por las esquilmadas cohortes de jóvenes debido a la caída fuerte de la natalidad y el producido por esos miles de empleos considerados de segundo nivel que los trabajadores nativos no quieren desempeñar. Además, las mujeres inmigrantes ocupadas en el servicio doméstico han permitido a muchas madres españolas incorporarse o volver a la actividad multiplicando la presencia femenina en un mercado de trabajo en el que todavía son minoría.
Resulta también indiscutible el balance económico positivo entre lo que los inmigrantes aportan y lo que consumen. La evidencia empírica de los datos desmiente los prejuicios con los que algunos sostienen lo contrario. Y hay otro aporte de la inmigración extranjera que no debe pasar desapercibido. Se trata de la contribución de las madres extranjeras a la natalidad con una aportación que cada año supone más de un 20 por ciento de los nacimientos.
Y todo ello bajo unas condiciones que confieren al caso español una singularidad positiva. Hemos recibido corrientes muy numerosas, especialmente en los años de la primera década de este siglo. Esa especie de mini milagro económico que tuvo lugar en ese periodo no se habría podido realizar sin la inmigración extranjera. La singularidad residió en que pese a esos fuertes contingentes migratorios no hubo rechazo, ni discriminación notable contra la población extranjera por parte de los nativos. No hemos tenido un partido xenófobo en España al estilo de los que se crearon en otros estados europeos. Solo muy recientemente la aparición de Vox ha supuesto la incorporación de algunos argumentos restrictivos, presentes en los idearios políticos de agrupaciones afines en el territorio de La Unión.
Y que nadie se engañe. La demografía española, nuestro mercado de trabajo y la propia economía, van a seguir demandando inmigrantes. Algunos claman por una inmigración «mejor» desde el punto de vista de la procedencia y la capacitación. Defienden una presencia más numerosa de latinoamericanos y un mayor nivel de capacitación de los migrantes. Tendremos que conformarnos con los extranjeros que quieran venir ya que las corrientes de Iberoamérica se van a ralentizar a medida que el subcontinente progrese. Y en cuanto a una mayor cualificación, apostemos por conseguirla, pero seamos conscientes de que será necesario competir por ella, en un mercado global cada vez más competitivo y que necesitaremos también una mano de obra menos cualificada para que funcionen sectores básicos de nuestra economía.
No hay otras alternativas. En un país con una natalidad tan baja y un nivel de envejecimiento tan fuerte no apostar a corto plazo por la inmigración sería suicida. Ello no debe evitar la implantación de una política de ayuda familiar que contribuya a mejorar la natalidad, pero de eso ya me ocupé en otro artículo.
- Rafael Puyol es presidente de UNIR