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En primera líneaMiquel Porta Perales

La estupidez progresa adecuadamente

Afirma el filósofo: «la estupidez progresa a pasos agigantados». Concluye el filósofo: «El Estado totalitario ha muerto, el espíritu totalitario permanece»

Actualizada 01:30

El filósofo francés Alain Finkielkraut –soixant-huitard que soñaba y fantaseaba despierto, discípulo de Roland Barthes, exizquierdista desilusionado, profesor de Historia de las Ideas en la Escuela Politécnica de París y miembro de la Academia Francesa– es un pensador que genera filias y fobias a partes iguales. Un ensayista sin freno que irrita, también sin freno, al personal a partes iguales. Cosa que ha ocurrido prácticamente con todos y cada uno de sus ensayos. Cosa que ocurre con su último libro titulado La posliteratura (2023).

La hipótesis no refutada por el propio autor: «En La derrota del pensamiento escribí que nuestro mundo corría el riesgo de convertirse en el escenario de un enfrentamiento terrible e irrisorio entre lo fanático y lo zombi. Ya hemos llegado. Lo fanático y lo zombi conviven en la misma obscenidad inmunda». Así se irrita el personal neofeminista e izquierdista por una parte –vamos a olvidarnos del mundo zombi– y el personal ilustrado, entendido a la manera de la filosofía heredada de la Revolución francesa, por otra parte.

El problema de nuestro tiempo: el «nuevo orden moral prescrito por la vigilancia y no por el decoro» –propagado por artistas, feministas, progresistas y otros miembros del gremio justiciero del bien entre los cuales se acomoda la prensa soi-disant progresista– que «se ha abatido sobre la vida del espíritu». El resultado (entre otros ejemplos que hoy se perciben en España): la autoridad del maestro en la escuela se ha arruinado, el profesor se ve obligado a activar el trigger warning (aviso de contenido sensible) cuando explica temas o autores ajenos al progresismo, se ha derogado la distinción ente cultura e incultura, se rehúye el buen uso de la lengua para no ofender y menospreciar a quien no habla correctamente, se practica la escritura inclusiva –niños, niñas y niñes, por ejemplo– para evitar la «exclusión» de las mujeres y las personas no binarias, se proclaman los derechos humanos de los animales, se acusa de provocar desigualdades a quien tilda de intolerante al intolerante, se bendice el escrache y el yudo moral progresista. Y se indulta y amnistía al golpista. ¿Conocen ustedes alguna democracia en la que se indulte a unos sediciosos para, a renglón seguido, amnistiarlos? ¿Conocen ustedes alguna democracia en la que los indultados y amnistiados negocien su indulto y amnistía con el Gobierno?

Alain Finkielkraut arremete contra el movimiento #MeToo. No porque el autor se muestre favorable al acoso o la agresión sexual –se reconoce el mérito de un #MeToo que ha descubierto los ultrajes de algunos jefecillos–, sino porque el #MeToo culpabiliza por sistema cualquier «comportamiento inadecuado» del hombre sin esperar las resoluciones de la Justicia. Un agravante de género –podría decirse– de aires inquisitoriales que puede conducir a la ley del silencio.

Ilustración

Paula Andrade

Para el neofeminismo –dice el filósofo–, así como para los medios afines siempre a su servicio, la mujer «está a punto de subir al trono de la víctima absoluta». Quizá por eso, el neofeminismo, sin la valoración pausada de los hechos, tilda de misógino o feminicida a quien reclama prudencia y análisis. Y llega la condena: name and shame, es decir, señalados y avergonzados. Por decreto. Sin derecho a la presunción de inocencia y la legítima defensa. Eso sería el #MeToo. ¿Acaso Medea y Lady Macbeth son puras fantasías misóginas?

Alain Finkielkraut se rebela contra un neofeminismo que tiene la costumbre de avergonzar al hombre per se, que desfigura la lengua con la peregrina idea de desmasculinizarla, que se olvida de la presunción de inocencia y de que la carga de la prueba incumbe a la acusación. Ante la culpabilidad por decreto ideológico, Alain Finkilekraut reivindica la Justicia que no conoce la verdad, sino que la busca con juicios y preguntas a veces incómodas. Ese Derecho que es el resultado del esfuerzo de la civilización para «arrebatar la justicia de la pasión justiciera» de la masa. No hay que satisfacer por sistema la ira del pueblo o la opinión común dominante. Cuando la moral común entra en conflicto con el Derecho hay que resguardarse de la justicia popular.

Alain Finkielkraut arremete también contra el progresismo fanatizado. Contra esa «izquierditud» o «idiotismo de profesión» –la expresión es de Diderot– que, generalmente de la mano del neofeminismo, diseña una nueva corrección política que se caracteriza por la «ambición mesiánica de moldear el ser humano» y «organizar la ceremonia del odio».

De ahí, algunas ideas del canon progresista: la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas señala que, para optar a la Mejor Película, ha de haber un actor principal o secundario importante que pertenezca a un grupo racial o étnico como negros, latinos, mujeres, LGTBIQA+ o discapacitados. Más: hay que blanquear el racismo hacia los blancos, hay que debilitar o denigrar la cultura europea, hay que destronar a la música-música en beneficio de los vituperios del rap o el estruendo de la música electrónica o tecno. Y cualquier cosa es cultura.

Afirma el filósofo: «la estupidez progresa a pasos agigantados». Concluye el filósofo: «El Estado totalitario ha muerto, el espíritu totalitario permanece».

  • Miquel Porta Perales es escritor
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