Sobre el terrorismo como comunicación
Los dirigentes terroristas y buena parte de sus militantes se sienten aislados social y políticamente. Son comunicadores que han perdido la fe no en su mensaje sino en su habilidad para influir sobre su audiencia utilizando un lenguaje no violento
El terrorismo es básicamente violencia para llegar a ser noticia. El francés André Malraux escribe sobre el peso que adquiere una idea por medio de la sangre que se derrama en su nombre.
Las probabilidades de que aumente el terrorismo son más altas cuando están ausentes formas alternativas de expresión de la desesperanza y la ira. El terrorista denuncia la violencia de la disuasión y subraya que tras los Parlamentos, los tribunales y los Gobiernos se encuentra, en palabras del sociólogo Parsons, el monopolio estatal de la violencia: las cárceles, la Policía y los Ejércitos.
El terrorismo se origina en el anhelo de los intelectuales jóvenes de vivir de un modo socialmente significativo. Los líderes del FIS argelino eran profesores como los de las Brigadas Rojas italianas, que asesinaron al democristiano Aldo Moro. Algunos de la banda Baader Meinhof alemana –Fracción del Ejército Rojo– eran universitarios, Meinhof era periodista. Su radicalidad comienza con un rearme intelectual y físico cuando sienten una agresión contra sus identidades, la pérdida de vínculos con su sociedad. Quieren el poder político, que es el poder supremo, pues decide sobre el modo de convivir.
Consideran desgastada la confianza cuando ningún líder atrae el apoyo de las masas, entienden que su tarea como terroristas es desarrollar ese liderazgo por la vía de los hechos. Eluden enfrentarse a la realidad y subordinan la razón a los deseos y caprichos de su voluntad.
Los dirigentes terroristas y buena parte de sus militantes se sienten aislados social y políticamente. Son comunicadores que han perdido la fe no en su mensaje sino en su habilidad para influir sobre su audiencia utilizando un lenguaje no violento.
El atentado terrorista está concebido para transmitir un mensaje. Son hechos que no pueden ser ignorados. Su eco en los medios es la medida del éxito de los terroristas que eligen blancos con un reflejo público asegurado.
Buscan atraer la atención sobre sus respectivas causas, obligar a los gobiernos a tratar temas que si no fuera por la violencia terrorista habrían sido ignorados, como fue el caso de los Tigres Tamiles en Sri Lanka. Amplifican conflictos locales hasta convertirlos en temas internacionales, a través de acciones armadas diseñadas para llamar la atención: secuestros de aviones por grupos de la Organización de Liberación de Palestina, secuestro en Viena de la cumbre de la Organización de Países Exportadores de Petróleo por el terrorista Illich Ramírez, alias «Carlos», acciones del Ejército Rojo Japonés en Tel Aviv, Holanda y Singapur… La lucha contra la globalización también está globalizada.
Los gobiernos se ven presionados por los medios de comunicación, por la opinión pública, a responder ante los actos terroristas sin tiempo para evaluarlos disponiendo de toda la información; esa respuesta prematura suele ser indiscriminada: bombardeos contra Irak, Afganistán y Libia, intervención en Siria y Líbano, acciones de represalia que provocan nuevas víctimas con lo que siguen la hoja de ruta de los terroristas, ensanchan su base social y les procuran nuevos adeptos. El mayor éxito de un acto terrorista fue el atentado contra el archiduque Fernando que inició la Primera Guerra Mundial.
La acción violenta la inician con simples operativos perpetrados por grupos pequeños, en su mayor parte compuestos por jóvenes varones de edades comprendidas entre los 18 y los 35 años. Su reducido tamaño les hace menos vulnerables a la penetración policial, más si se trata de clanes, como los chechenos y los afganos o de fanáticos religiosos. El proceso de aculturación está tan repleto de signos, símbolos, señas y comportamientos que es muy difícil infiltrar a un ajeno.
Los miembros de los grupos que exigen dedicación total sustituyen la vida familiar por la grupal, con base una noción cuasi religiosa: para lograr la realización de los ideales en el futuro, éstos se deben vivir en el presente: Daesh y los talibán.
En lugar de actuar como la chispa detonadora de la insurrección general, véanse los atentados anarquistas del siglo pasado y su paradigma, Mateo Morral, y de quemarse en ese proceso, el terrorista se convierte en un combatiente de largo plazo en una guerra de desgaste, en alguien cuyo deber es luchar y sobrevivir, en el segundo caso con excepciones entre los yihadistas que se inmolan. Lo que encumbra o destruye una organización terrorista es la base política local, lograr la movilización de las masas que desean liderar. El peligro que corren es ir perdiendo los vínculos con el grupo o nación a quien dicen representar. Es imposible funcionar simultáneamente como bandas armadas y organizadores de un movimiento popular por lo que muchos grupos terroristas tienen un brazo político: ETA y Herri Batasuna, Hamás y las Brigadas de Ezzeldin Al-Qassam…
Daniel Cohn Bendit, el célebre Dani «el Rojo» de Mayo del 68, afirmaba: «No necesitamos una organización con mayúsculas, sino una multitud de células insurreccionales, ya sean grupos ideológicos, grupos de estudio... incluso podemos utilizar pandillas callejeras». Esa praxis la realizó el Frente Nacional de Liberación de Argelia captando como activistas a pequeños delincuentes, lo hace Daesh, lo vimos en los atentados del 11-M.
Por su lado, el propósito de los ultranacionalistas es influir sobre los nacionalistas más moderados, apelar a sus bases y, en última instancia, reemplazarlos en el liderazgo de la lucha nacional.
Las organizaciones nacionalistas tienden a ser por lo general más grandes y amorfas que los grupos anarco-comunistas. Con frecuencia, ocurre con la OLP y Hamas, adquieren la forma de una coalición protectora que agrupa a varios subgrupos ideológicos y que reclama el derecho de hablar en nombre de toda una nación. Carecen de una relación de proporcionalidad entre el fin y los medios.
Pero el terrorismo hegemónico hoy es el yihadista y gana la batalla no sólo por la fuerza de su violencia, ejercida contra grupos de ateos, infieles y herejes, sino por su lenguaje. Hablaremos de él en otra ocasión.
- Gustavo Morales es director del Club de Periodismo del CEU