Familia y trabajo
Con tanto desarrollo, con tanto descubrimiento, con tanta soberbia del hombre como dueño de su destino, vemos a diario que la verdadera felicidad brilla por su ausencia
Desde que vine a este mundo, allá por el año 1938 y hasta nuestros días, me ha tocado vivir, seguramente, los mayores cambios que ha habido nunca en nuestra sociedad y en general en el mundo, que se hayan realizado en tan poco tiempo; apenas unos ochenta años. Esto resulta más asombroso si lo comparamos con la evolución habida en el mundo desde los tiempos remotos hasta los años 1930/1940.
Todo empezó con la Revolución Industrial del siglo XIX, que marcó un antes y un después en el desarrollo de las sociedades y empezando a tener trascendencia en la organización familiar por el acceso al trabajo de las primeras mujeres que enseguida se fue generalizando de manera habitual.
Como ejemplo del vertiginoso desarrollo tecnológico, quiero recordar que la primera máquina de calcular eléctrica en Madrid la tuve yo; era de la casa Triumph inglesa y sólo hacía las cuatro operaciones: sumar, restar, multiplicar y dividir; se movía a base de varillas que subían y bajaban y el resultado aparecía impreso en un rodillo de papel. Su tamaño era parecido al de una máquina de escribir antigua y esto sucedía en el año 1964, con lo que nos podemos imaginar perfectamente el desarrollo brutal habido y más, cuando hoy en día, en un dibujito grabado en forma de jeroglífico, podemos tener en él al abrirlo, hasta la historia de España completa.
Sin embargo, creo que tanto desarrollo en tan poco tiempo ha hecho que el hombre se sienta dueño de su destino, empleando todo su saber y hacer a mejorar lo más posible sus condiciones de vida y velando, principalmente, por el bien de él y de los suyos, olvidándose con gran frecuencia de los demás como no fuera para poder serle útil en sus propósitos, que por cierto en muchas ocasiones son generalmente buenos.
Al cabo de más de cien años de desarrollo continuo y vertiginoso, creo que no se ha sabido buscar la forma de proteger de verdad a la familia o el trabajo, o las dos cosas, como sería deseable.
Nunca tanto como ahora, se premian los valores del poder, el reconocimiento, el orgullo sobre los demás, etc., es decir, en general el hombre busca su realización por sí mismo, pensando que cualquier referencia a Dios o a la vida eterna es un cuento de hadas, que en estos tiempos tan desarrollados no tienen cabida.
Sin embargo, lo que se puede constatar, sin ninguna duda, es que con tanto desarrollo, con tanto descubrimiento, con tanta soberbia del hombre como dueño de su destino, vemos a diario que la verdadera felicidad brilla por su ausencia. Creo que nunca como ahora se han dado más guerras y más muertes, teniendo el último ejemplo en la mismísima Europa, en Ucrania.
Los poderosos multimillonarios, dueños del mundo, tienen unas vidas privada llenas de desastres, divorcios, suicidios, etc., porque, creo yo, que desde que Adán y Eva desobedecieron al Señor y se creyeron ser ellos su propio dios, siempre de una manera u otra se ha repetido la historia. Cómo será el poder del demonio sobre el hombre, que Dios envía a su hijo y el hombre, lleno de soberbia, lo crucifica. Pues resulta que es ahí, en la Cruz, donde está la salvación del hombre, ya que en ella vemos el infinito amor de Dios por el hombre. Jesucristo, hijo de Dios, asume en un acto de infinito amor todo el pecado de la humanidad de todos los tiempos y al resucitar tres días después, nos confirma cuál es el camino del hombre para volver a donde nunca debió de salir, a estar en infinito amor con Dios nuestro Señor gozando de la vida eterna.
No he podido dejar de referirme a la esencia de la verdad del hombre ya que, sin duda, el ateísmo generalizado ha hecho del hombre un esclavo del demonio y, por tanto, del pecado. Tenemos como aberraciones recientes la de considerar delito penado con cárcel el intentar defender la vida del no nacido.
Todos en nuestra vida tenemos o hemos tenido muchos problemas y también hemos hecho cosas muy mal, pero aseguro que cuando de verdad eliges a Dios como centro de tu vida y que es en definitiva la esencia de nuestra Fe, te sientes tan protegido que, cuando fallas, sabes que está ahí esperando tu arrepentimiento, para darte un gran abrazo, como al hijo pródigo del evangelio.
Conclusión: «Tenemos que estar en el mundo, pero sin ser del mundo».
- José Fernando Martín Cinto es licenciado en Ciencias Físicas