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tribunaJosé Manuel Otero Lastres

La mentira y la política

Fue Cicerón el que afirmó que al poder, al igual que a los déspotas, siempre le ha estorbado la rectitud de los hombres que se rigen con la personalidad que dan los principios

Actualizada 12:55

Hoy es un hecho comúnmente aceptado que actualmente los «valores» no pasan por su mejor momento. Son muchas las voces que se alzan cada día reclamando que se vuelvan a abrir de par en par las puertas a esas cualidades positivas que engrandecen al ser humano y sus obras. Su reinstalación es una necesidad sentida en la vida en general y en la política en particular.

Saben los valores a los que me refiero: la dignidad, el respeto, la honradez, la profesionalidad, el trato deferente, la urbanidad… Pero, ¿y la verdad? ¿Debe ejercitarse la actividad política respetando la verdad? A primera vista parece que la respuesta tendría que ser afirmativa. Más aún si se tiene en cuenta que, al regular los derechos y libertades fundamentales, el artículo 20.1.d) de la Constitución establece que «se reconocen y protegen los derechos: … d) A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión». A lo cual cabría añadir que, al ser las relaciones entre los políticos y el pueblo español de «representación» (artículo 66.1 CE), la verdad vendría implícita en la lealtad que preside tales relaciones.

Y, sin embargo, las cosas no están tan claras. Porque si los políticos tuvieran que decir la verdad y toda la verdad, ¿no los estaríamos obligando a hacerse el harakiri? ¿No los estaríamos obligando en ocasiones a declarar contra sí mismos?

Probablemente porque la política no es un ámbito apropiado para que navegue por él la verdad es por lo que nuestro Tribunal Constitucional suavizó desde el principio la exigencia de la «información veraz». En el caso de la información, la veracidad ha de ser interpretada –dice el Tribunal– como necesidad de veracidad subjetiva, es decir que el informante haya actuado con diligencia, haya contrastado la información de forma adecuada a las características de la noticia y a los medios disponibles. Y ello porque la exigencia de una verdad objetiva –añade– haría prácticamente imposible el ejercicio de la libertad de información.

Por eso, coincido con Hannah Arendt, la cual, en su ensayo Verdad y Política, afirma que la verdad no puede ser determinada por la política. Ésta no es su tarea, sino el campo del filósofo, científico, juez, historiador, periodista y otras profesiones. Los políticos, por otro lado, tienden a estar «en guerra» con la verdad y cita a Platón quien decía que unir la verdad con la política solo tiene consecuencias antipolíticas con respecto a la política.

¿Quiere decirse con lo que antecede que a los políticos no se les exige que haya conformidad entre lo que dicen y lo que hacen o dicen? Fue Cicerón el que afirmó que al poder, al igual que a los déspotas, siempre le ha estorbado la rectitud de los hombres que se rigen con la personalidad que dan los principios. En esta época –escribió– de corruptelas y de camarillas, donde la voluntad y la inteligencia son denostadas y, en cambio, se recompensan las maniobras arteras de los espíritus sin escrúpulos, hay que volver la mirada hacia los que dictaron las leyes del buen Gobierno.

¿No hay, pues, ninguna exigencia en la política de respetar los principios y de evitar las maniobras arteras? La hay. Pero no es por la vía de la verdad, sino por la de la mentira. Si no puede exigirse a los políticos que digan la verdad, tienen, en cambio, obligación de no mentir, de no engañar al electorado. Para que se forme una opinión pública libre unida al pluralismo político propio del Estado democrático, es suficiente con que los políticos no induzcan a engaño la ciudadanía.

Sentado lo que antecede, cabe preguntarse si no debería incluirse en el código de conducta de nuestros representantes que no mintieran, que no dijeran conscientemente lo contrario de lo que saben que se corresponde con la realidad. En esto no debe haber ninguna duda y sería propugnar lo que sucedió con la publicidad comercial: se cambió el principio de veracidad (obligación de respetar la verdad) por la obligación de no inducir a engaño o error.

Viene todo lo que antecede a cuento porque tras la sesión del Congreso de los Diputados del pasado 25 de agosto Pedro Sánchez y sus ministros calificaron la actuación de Feijóo y el PP como negacionista y obstruccionista. Sin embargo, el panel de votaciones al final del Pleno extraordinario demostró la falsedad de lo que venía sosteniendo el Ejecutivo del PSOE y Unidas Podemos.

Y ello, porque el PP votó a favor de dos de los tres decretos que se sometieron a aprobación, concretamente el de los autónomos y el de los incendios. En este caso concreto, el Ejecutivo mintió a sabiendas. ¿Vale todo en política, incluida la mentira? Es posible que otros piensen que sí. Yo estoy absolutamente en contra.

  • José Manuel Otero Lastres es académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España
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