La política y el lenguaje
El hecho de establecer que el castellano es la lengua oficial del Estado español presupone algo más que decir cuál es nuestra lengua
Como seguramente sabrán, en las constituciones españolas, desde la de Cádiz de 1812 hasta la de 1876, no se incluyó disposición alguna sobre cuál era el lenguaje oficial de España. Se daba por supuesto que era el castellano porque entonces no había lengua alguna que pudiera oponerse al castellano. La primera vez que se incluyó fue en el artículo 4.1 de la Constitución de la República, proclamando que el lenguaje oficial del Estado republicano era el castellano, y agregando que todos los españoles tenían la obligación de saberlo y el derecho de usarlo. Actualmente, es el artículo 3.1 de nuestra vigente Constitución el que determina que «el castellano es lengua española oficial del Estado», añadiendo, lo mismo que en la República, que «todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla».
El hecho de establecer que el castellano es la lengua oficial del Estado español presupone algo más que decir cuál es nuestra lengua. Nos remite, en mi opinión, a lo que establece la Real Academia Española de la Lengua según la cual, el castellano es lo que ella engloba como tal. Esto significa que, por encima de cualquier otra cosa, el castellano es lo que la Real Academia dice, sin que nadie pueda intervenir en la formación de nuestro idioma.
Desde hace algún tiempo se viene utilizando, sobre todo en política, una versión del castellano que no tiene que ver con lo que la Academia dice que es el lenguaje oficial. Se trata de una versión «manipuladora» que modifica ciertas palabras para hacerles decir lo que ellos quieran que digan, es la versión del llamado «lenguaje de género».
En esta misma línea, la presidenta del Congreso de los Diputados acaba de repartir a los miembros de la Cámara un «manual» de utilización del castellano que trata de utilizarlo, no como es, sino como resulta de esa versión maniobrera, que lo convierte en lo que algunos políticos desearían que fuese.
Nuestra Academia tuvo ocasión de pronunciarse sobre esa «versión viciosa» de nuestro idioma. Recuerdo una advertencia de Darío Villanueva, entonces director de la Academia, que acabó formando parte de su libro Poderes de la Palabra. Y en la misma dirección, nuestro escritor Arturo Pérez-Reverte concluyó que los que usaban este «idioma intrusivo» eran como «una fábrica de idiotas». Para tener una visión general habría que referirse, también, a obras como la de Susana Guerrero y Emilio Alejandro Núñez Cabezas que han analizado el lenguaje político como resulta de lo que nuestros políticos han puesto en nuestras Cortes Generales.
Es evidente, como ya he dicho, que la referencia del artículo 3.1 de la Constitución nos remite al «castellano» tal y como es definido por la Academia. Lo cual implica, según el vigente artículo 1 de sus Estatutos, que tiene como misión principal velar porque los cambios que experimente la lengua española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico.
La disposición añade que debe cuidar igualmente –insiste el citado precepto– de que esta evolución conserve el genio propio de la lengua, tal como este ha ido consolidándose con el correr de los siglos, así como de establecer y difundirlos criterios de propiedad y corrección, y de contribuir a su esplendor. Y finaliza señalando que para alcanzar dichos fines estudiará e impulsará los estudios sobre la historia y sobre el presente del español, divulgará los escritos literarios, especialmente clásicos, y no literarios que juzgue importantes para el conocimiento de tales cuestiones, y procurará mantener vivo el recuerdo de quienes, en España o en América, han cultivado con gloria nuestra lengua. Remarcando también que ser miembro de la Asociación de Academias de la Lengua Española, mantendrá especial relación con las academias correspondientes y asociadas.
Todo lo que hemos dicho nos sitúa ante dos posibilidades. La primera es saber si con todo el poder que tiene la «política» en general logrará que el leguaje intrusivo se imponga al lenguaje hablado en los términos que va diciendo la Academia. Y la segunda si en esta línea tiene algún sentido que la actual presidente del Congreso de los Diputados pueda promocionar un uso del castellano diferente al que establece la Academia.
Con respecto a la primera cuestión, considero que hay que tener en cuenta dos importantes referencias. Es la primera que mientras el castellano, como lengua, va realizando una lenta pero progresiva modernización desde el comienzo de la Academia en 1713 hasta la actualidad. Los políticos, en cambio, son seres que pasan por las instituciones sin que ninguno de ellos tenga garantizado su pertenencia de por vida. Y la segunda –íntimamente ligada con la anterior– es que el lenguaje no forma parte de las vicisitudes de ninguno de los poderes políticos del Estado. Y, por tanto, está más allá de lo que determinen dichos estamentos del Estado.
En relación con la segunda de las preguntas, me atrevo a asegurar que la política del lenguaje inclusivo es un modelo que va a tener un período breve de referencia. Y es que me parece que los «lengua generistas» no resultaran con la capacidad suficiente de formar el idioma para convertirlo en la política «improvisadora», como es la del lenguaje de género, y que logre convertirse en lo que hablan los españoles en sus conversaciones.
- José Manuel Otero Lastres es académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España