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TribunaIgnacio García de Leániz

Rescatar la esperanza

La crisis de la esperanza de nuestro tiempo es al cabo una crisis del desear mismo, sustituido en nuestra sociedad de consumo por algo radicalmente distinto al deseo que proyecta: el goce que consume

Actualizada 01:30

El pensador surcoreano afincado en Alemania Byung-Chul Han, acaba de publicar un nuevo ensayo, El espíritu de la esperanza. Más allá de algunas limitaciones que tienen los libritos de Han, es de agradecer el afán por alertarnos de los peligros que se ciernen sobre nuestro tiempo y su reflexión crítica de nuestra sociedad.

Y uno de esos peligros, no menor, es la ausencia de la esperanza en nuestras vidas, y las consecuencias inadvertidas que ello tiene en la configuración del futuro humano, individual y colectivo. Tiene razón Han al señalar que se ha adueñado del mundo una «desesperanza estructural» atenazada por la crisis climática, los conflictos globales, y una intoxicación tecnológica que nos embota la capacidad de desear. Y también por otro acontecimiento capital que añadimos nosotros: la extinción progresiva de la natalidad que «cierra» la posibilidad de la mejora del mundo, del «esperar» nuevas configuraciones más habitables de él. La esperanza que supone un nuevo nacimiento (Arendt) ha sido desplazada desde hace varias décadas por la angustia constitutiva ante la muerte (Heidegger). Como si la esperanza solo brotase en el humus de la vida y no en lo mortecino como nos recordaba Malick en su gran película El árbol de la vida.

Nos enfrentamos así a una grave paradoja; un irrefrenable progreso tecnológico basado en la innovación constante se da la mano con una quiebra de la esperanza humana sin la cual la vida se hace difícilmente vividera. Porque innovar no es esperar, por más que hayamos caído en la ilusión intelectual de confundir ambas acciones. Mientras que la innovación apela a la capacidad de perfeccionamiento de nuestras cosas, ciencias y herramientas, la esperanza refiere a nuestra capacidad de desear, de proyectar el futuro desde nuestro presente incierto. Esperamos aquello que previamente hemos deseado, y si se agosta el deseo, como sucede de forma especial en nuestros jóvenes, queda cercenado el «aguardar expectante», vacío ya de sentido, en que consiste esa esperanza exclusiva de los humanos que ni siquiera el ser angélico posee. La propia etimología indoeuropea de su anciana raíz —spȇ— hace referencia a un «expandirse» a un «tener éxito» proyectado hacia adelante, hacía lo por venir como una forma peculiar de anticipación. Sin este deseo que la aguijonea queda el futuro mostrenco para nosotros, sin perfiles apetecibles, en una neutralidad metálica que solo puede traer temores de los que únicamente cabe refugiarse en el goce inmediato. La crisis de la esperanza de nuestro tiempo es al cabo una crisis del desear mismo, sustituido en nuestra sociedad de consumo por algo radicalmente distinto al deseo que proyecta: el goce que consume.

Pero somos seres hechos para esperar, para vivir a la espera. Julián Marías establecía una feliz distinción entre 'desesperanza' y 'desesperación'. Decía que en una situación de desesperanza estamos pasivos, resignados y nos decimos: «Eso durará eternamente». De ahí su melancolía inherente. Por el contrario, en un estado de desesperación esta nos aguijonea y nos permite decir: «¡Esto no puede seguir así!», aguijoneándonos a actuar para salir de la situación desesperada. Mientras que la desesperanza es una tumba, la desesperación es resorte para bien o mal. Y tal vez la cuestión básica que se nos plantea a los ciudadanos a tenor de nuestra gran crisis política (que es también una crisis del esperanzar), sea transformar nuestra desesperanza generalizada en esta desesperación creativa que nos hace activar remedios en situaciones límite como la nuestra, encontrando precisamente razones de esperanza. Como lo están haciendo in spe tantos profesionales de la judicatura y otros pocos órganos del Estado en nombre de una de las formas más necesarias de la esperanza que es el «anhelo de justicia». No es mal ejemplo para el resto de nosotros sumidos en el desaliento inerte.

Pero para recuperar la esperanza perdida de la que habla el librito de Han, es necesario volver a plantearse uno mismo una de las tres preguntas capitales que se hacía Kant: «¿Qué me es dado esperar?». Para ello habrá que revisar nuestras creencias más íntimas, el argumento de nuestra vida y los proyectos —si los hay— que la animan. Y reflexionar sobre si el universo, la realidad, es «digna o no de crédito» como planteaba Marcel. Sin dejarse llevar por los «creadores de desaliento» en que se han convertido tantos medios de comunicación, ocultando las muchas esperanzas que sí se han cumplido en nuestro tiempo a pesar de las dificultades de nuestro estar en el mundo. Si este es al cabo digno de nuestro crédito, entonces cabe esperar a pesar de los pesares y es obligación nuestra averiguar en qué.

San Isidoro de Sevilla tiene en el libro VIII de sus Etimologías una preciosa explicación del origen del vocablo que señala la diferencia entre una vida esperanzada y su contraria: «La palabra esperanza se llama así porque viene a ser como el pie para caminar, como si dijéramos: es pie (spes). Su contrario es la desesperación, porque allí donde faltan los pies no hay posibilidad alguna de andar».

Impedidos a menudo como estamos en el recorrido de la vida, es necesario escuchar la voz ambulatoria de esta esperanza que nos dice: «Levántate y anda.» Voz queda y humilde pero bien necesaria hoy para encontrar sus pisadas aguardantes.

  • Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Gestión de Recursos Humanos. Univ. de Alcalá de Henares
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