Picaresca y democracia
La picaresca se consolidó como género literario en los siglos XVI y XVII con obras inolvidables como el ‘Guzmán de Alfarache’ de Mateo Alemán y ‘La vida del Buscón llamado don Pablos’, de Francisco de Quevedo. Dejó una huella tan duradera en la cultura española que se hace realidad en el siglo XXI, en plena democracia. Y viene con novedosas características acordes con el tiempo: su formato político es el progresista. Surge en un contexto de crisis económica, social y moral, como otros fenómenos literarios. Sus temas y personajes resonaron, y resuenan hoy, en las realidades sociales, en los partidos políticos y en los sindicatos llamados de clase, mostrando cómo la astucia y el engaño pueden convertirse en una forma de hacer política: se utiliza el Gobierno para el lucro personal o partidista y se presenta al pícaro como un redentor en la lucha por la supervivencia en una sociedad desigual.
El pícaro progresista que habita en el Gobierno o en los parlamentos aduce la necesidad de mejorar la democracia constitucional, que no responde a su concepto de progreso (no le importa la elevada legitimidad de su origen). En realidad, ejerce como adulterador de leyes y normas. Todo un sarcasmo.
El pícaro político y sus colaboradores usan su innegable astucia en la confección, muy acabada, de engaños y artimañas para obtener beneficios personales o de grupo, muchas veces en detrimento del bien común o violando normas éticas. Este concepto encaja bien en la literatura picaresca española, que retrata a personajes que sobreviven mediante su ingenio y sus sofisticadas trampas en una sociedad que parece admitir como necesaria cierta condición corrupta en las alturas. Ayer y hoy, la picaresca engloba tácticas de manipulación, oportunismo y corrupción. El pícaro, el gran pícaro, presenta una imagen brillante, alzada sobre un discurso falso con el que ganar apoyo, pero que oculta sus verdaderas intenciones o acciones: ganar. Siempre ganar.
Aprovechando vacíos legales o el desinterés ciudadano, actúa de manera ilícita sin ser detectado o sancionado. Usa recursos públicos para fines personales o partidistas, como el desvío de fondos, los sobornos o el clientelismo. Hace promesas exageradas o imposibles para brillar sobre el resto y apela a las emociones y necesidades inmediatas del ciudadano, sin que su intención prioritaria sea mejorar la situación. Busca siempre ganar. Con trampas legales o administrativas que distorsionan o reinterpretan la ley (normas electorales, manipulación de contratos públicos, abuso de poder) para obtener ventajas.
Los pícaros de la democracia prometen regularmente mejoras a sabiendas de que no son posibles. En cambio, sí mejoran sin falta a familiares y amigos, con salarios públicos o cuasi públicos y con pedreas de contratos entre aliados a cambio de favores. Menudean el tráfico de influencias y el acceso a recursos o información privilegiada. Y son maestros en crear o exagerar conflictos o escándalos para desviar la atención pública de problemas más serios o para encubrir las faltas propias.
Cuando la picaresca se convierte en algo común, la ciudadanía pierde la confianza no solo en los pícaros, tan abundantes, sino en el sistema democrático que los crea y consiente. El pícaro enfoca su discurso a su supervivencia (señuelos, contraataques, ofensas) y los problemas reales quedan en la neblina.
La picaresca política, cuando es tan omnipresente, distorsiona el ideal democrático, pues corrompe el sentido de servicio público y busca con ardides satisfacer intereses privados, de individuos, grupetes o partidos..
Vicente Calatayud Maldonado es catedrático emérito de Unizar y académico de número de la RANME