Menos aceptables, más cristianos
No deja de resultar reconfortante que desde la tierra de Soren Kierkegaard se recuerde que plegarse al espíritu de los tiempos supone el ocaso de la Iglesia
La Iglesia católica en Escandinavia es muy pequeña. Si no fuera por los últimos aporte de la inmigración, sería testimonial. En ninguna de sus naciones –Dinamarca, Suecia, Noruega, Islandia y Finlandia– se acerca al 1,5 % de la población. No es grande, no tiene peso. Pero tiene voz. El pasado 9 de marzo, los obispos de la Conferencia Episcopal Escandinava y su secretaria general enviaron una carta conjunta al presidente de la Conferencia Episcopal Alemana, Mons. Bätzing. En ella le manifiestan su preocupación por las noticias que llegan de Alemania. De algún modo es su Iglesia madre, pues la restauración de la jerarquía católica y la misión en esas tierras nórdicas la llevaron adelante los católicos alemanes durante el siglo XIX. El proceso de reformas que está valorando la Iglesia alemana en los últimos años por medio de su Sínodo va dejando caer propuestas preocupantes, hasta el punto que los obispos escandinavos se ven obligados a recordar a los obispos alemanes que la doctrina católica se debe «defender, explicar y poner en práctica de forma creíble», basándose «en la revelación divina y la tradición auténtica». Lo que la doctrina católica no sigue es el «espíritu de los tiempos», máxime cuando este se revela cada día como algo fugaz.
Lo fugaz es marca de la condición humana. Leía hace poco a dos tuiteros intercambiar pareceres precisamente sobre la fugacidad. Uno trasladaba en un tuit la sentencia de su nieta, de tres años: «Cómo pasa el tiempo»; a renglón seguido, otro tuit añadía la sentencia de una abuela de noventa y ocho años: «Se me ha pasado el siglo volando». Si hay algo que la Iglesia católica pretende de sí misma es que supera el estrecho marco de una sociedad visible, y, por lo tanto, de lo que está anclado a lo fugaz. No es solo pueblo de Dios o una sociedad, argumentan los obispos escandinavos. Sigue siendo cuerpo místico, Esposa de Cristo, mediadora de la gracia, y por eso escruta el espíritu de los tiempos, pero no necesariamente lo sigue. Es lo que peyorativamente dentro y fuera de la Iglesia se presenta como una suerte de lentitud para cambiar, y que, sin embargo, es la manifestación más genuina del ser de la Iglesia. Esa lentitud pone de manifiesto que nuestra esperanza no se mide estadísticamente, no tiene –ni tendría– que ver con el aplauso de quien ejerce la autoridad, no tiene que ver con la lógica secular de las mayorías. Su esperanza es Cristo, y ella misma –siguen recordando los obispos escandinavos, citando al Concilio Vaticano II– es «el núcleo indestructible de unidad, de esperanza y de salvación del género humano».
La fugacidad del espíritu de los tiempos se pone de manifiesto al mirar los tiempos pasados de la Iglesia
Ciertamente, la fugacidad del espíritu de los tiempos se pone de manifiesto al mirar los tiempos pasados de la Iglesia católica en Alemania, tiempos de persecución. Cuando la Iglesia católica en Alemania se enfrentó a la autoridad de Otto von Bismarck a lo largo de la década de 1870, en el episodio conocido como Kulturkampf (combate cultural), la escalada de castigos y presiones a los católicos en el recién formado Imperio alemán, dentro de un régimen parlamentario parcialmente liberal, arrojaba el saldo de 5 diócesis católicas de las 8 prusianas sin obispo, 1.125 parroquias de las 4.600 en toda Alemania con el nombramiento del párroco obstruido por el Estado, y más de 1.800 sacerdotes encarcelados o exiliados hacia el final de la década. Todo por no aceptar injerencias estatales en la vida de las comunidades católicas, injerencias bajo el pretexto de la escasa fiabilidad de los ciudadanos ligados al Papa por el recientemente definido dogma de la infalibilidad pontificia, que hacía sospechar de su lealtad al Estado. El espíritu de los tiempos en el recién formado Imperio iba en una dirección que los católicos no podían aceptar, la de someterse a los hombres antes que a Dios. Y no lo hicieron, teniendo que ceder finalmente el Estado en su pretensión de control.
No deja de resultar reconfortante que desde la tierra de Soren Kierkegaard se recuerde que plegarse al espíritu de los tiempos supone el ocaso de la Iglesia. Kierkegaard, el gran pensador danés, fue muy conocido por su posición crítica con la Iglesia luterana en Dinamarca. Luterano él, veía en su Iglesia estatal un instrumento acomodaticio, en donde ser cristiano luterano era sinónimo de ser un danés decente y honrado, sin estridencias de mal gusto. Para Kierkegaard su Iglesia se había amoldado a la teología liberal protestante, dispuesta siempre a rebajar el evangelio hasta hacerlo aceptable para una sociedad cada vez más acomodada. Me gusta pensar que los obispos católicos escandinavos mantienen viva esa visión sobre el riesgo que para el evangelio supone una Iglesia aceptable para la opinión pública, acomodada al espíritu de los tiempos; esa clase de Iglesia que llevó a Kierkegaard a anhelar predicar a sus miembros, cristianos de nombre, que tornasen a ser cristianos. Menos aceptables, más cristianos.