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noches del sacromonteRicardo Franco

La denuncia: cómo no se transmite la tradición

La denuncia constante, sin ternura, no deja de ser miedo a la nueva generación

Actualizada 13:02

Nos estamos acostumbrando a denunciar la fealdad del mundo presente; a enjuiciarlo como si este no tuviera valor alguno y sólo existiera en él la única dimensión de nuestras acciones, llamadas inevitablemente a perecer en el límite del tiempo.

Nos estamos acostumbrando a denunciar el robo, el escarnio, la injusticia, la superficialidad o la inmoralidad de esta época, con ese halo de escándalo extravagante que vemos cada día, como si el mal nunca hubiera existido y nosotros nunca hubiéramos roto un plato.

Somos muy rápidos a la hora de diagnosticar lo que no funciona en los otros; esos otros extraños que parecen siempre equivocados y deben convertirse cuanto antes a nuestros postulados.

Sabemos reconocer su error enseguida, lo olemos a distancia y sabemos, de hecho, insistir en su presencia hasta el hartazgo, convirtiendo la denuncia, casi, en el modo de mostrar una triste verdad, que sólo parece poder mostrarse desde lo negativo, o desde su ausencia. ¿Pero qué clase de verdad es una verdad ausente que solo habita en otros tiempo mejor? Una verdad muerta. Y esto daría para otras mil columnas...

En cualquier caso, si solo se denuncia con el dedo la imperfección de esta época dejándonos fuera del problema, como si este no tuviera que ver con los denunciantes, o como si ellos, o nosotros, no hubiéramos traído hasta aquí todas las imposturas, corremos el riesgo de aburrir al personal, o de convertirnos en aguafiestas cascarrabias y profetas milenaristas del fuga mundi desesperado, a los que ya nadie escucha. Y con razón.

Porque a la sola denuncia por la denuncia le falta otra perspectiva más profunda. Solo ve la superficie del mal. La denuncia por la denuncia deja en ese punto ciego toda la riqueza de un mundo que lucha por nacer, por brotar y por encarnarse. Y que tiene un corazón completo y verdadero por hacerse. Un corazón con su sangre y con su afán; con su deseo latente, dentro de un cuerpo que siente los ecos de las dichosas comparaciones y los juicios hechos sin amor.

Un corazón que se siente, sobre todo, latir en los jóvenes; en la juventud que sufre nuestros juicios, que sufre la amplitud del infinito dentro del frágil vaso de su vida, que se derrama en otras vidas buscando un consuelo, o quizá un sentido que lo vuelva a llenar de plenitud y de una eterna lozanía.

Por eso, los jóvenes y quienes todavía se sienten así dentro de su carcasa de carne y dolor, olvidan pronto las quejas, las advertencias y los consejos de los viejos testarudos con su verdad muerta y sus denuncias sobre el orden idealizado de otro tiempo, que en tantas ocasiones parecen más el lamento por la inevitable pérdida de su poder, que verdadero deseo de compartir con una nueva generación todo lo que hemos recibido con amor eterno, desde su origen hasta hoy.

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