Fundado en 1910
La primera ministra Giorgia Meloni quiere que Roma sea la capital de la UE

La primera ministra Giorgia Meloni quiere que Roma sea la capital de la UEEuropa Press

Meloni quiere que la capital de la UE sea Roma, pero ¿por qué no Santiago de Compostela?

La primera ministra italiana sorprendió con su propuesta de despojar a Bruselas de las instituciones europeas, pero puestos a buscar una capital para la UE, España tendría argumentos para ubicarla en su territorio

Hace tan solo unos días la presidente del Consejo de Ministros de Italia, Giorgia Meloni, sorprendió al afirmar, durante la conferencia programática en Turín de su partido Fratelli d’Italia, que la capital de la Unión Europea debería ser Roma y no Bruselas, y que iba a llevar esa propuesta al Parlamento Europeo.

Meloni, en su intervención en Turín, afirmó que «Roma debería ser la capital de la Unión Europea, y quiero llevar esta reivindicación al Parlamento Europeo. Porque la capital de la Unión Europea no puede ser el lugar más cómodo donde instalar las oficinas. Debe ser el lugar que mejor representa su identidad milenaria».

Obviamente, Meloni hacía referencia al indudable papel civilizador, cultural e identitario ejercido por Roma en la historia de Europa, tanto por el Imperio Romano como por la Iglesia Católica, desde donde surgió la espiritualidad cristiana que permea todos los Estados europeos.

Sin embargo, aunque la importancia de Roma en la identidad europea es indiscutible, lo cierto es que la construcción europea responde a un proceso muy diferente, y se sostiene más en el eje franco-alemán y sus particularidades.

Imperio Romano

Ver en la Unión Europea una reedición del Imperio Romano es una jugosa tentación que, sin embargo, desde Bruselas se ha tratado de rechazar.

El origen y espíritu de las instituciones europeas poco tiene que ver con aquel orbe romano regido desde las colinas palatina y capitolina a orillas del Tíber.

Es indiscutible que el proyecto europeo es hijo y resultado de la Segunda Guerra Mundial y sus efectos en el contexto de la Guerra Fría.

El aumento de las instituciones europeas, su transformación en Unión Europea y su ampliación de fronteras con la incorporación de nuevos Estados llevó a la integración política, lo que hizo que las instituciones europeas necesitaran de un bagaje cultural, histórico y de valores que le diera legitimidad histórica ante unos ciudadanos a los que la burocracia bruselense les queda muy lejos.

Surgió entonces el debate sobre cuáles son los valores que sustentan la Unión Europea. Por un lado, hay quienes defienden una Unión Europea sustentada en los valores judeo-cristianos y del humanismo, que inspiran los derechos humanos, el respeto a la soberanía nacional de los Estados, la filosofía griega y el derecho romano.

Voraz macroestado

Del otro lado, está el sector socialdemócrata, más adanista, que defiende una Unión Europea como producto novedoso sustentado en el laicismo, el multiculturalismo y las filosofías nihilistas y relativistas desligadas de toda herencia filosófica, religiosa y cultural.

Estos últimos conciben la Unión Europea como un voraz macroestado cuya burocracia engulle poco a poco la soberanía de los Estados concentrando todo el poder de decisión en una Bruselas donde unos dirigentes comunitarios elegidos de forma indirecta y no por el sufragio universal de los ciudadanos europeos toman de forma poco transparente y con unas maneras un tanto crípticas una serie de decisiones que afectan, y mucho, al día a día de los ciudadanos.

Contra esa Unión Europea, simbolizada en las instituciones europeas instaladas en Bruselas, es contra la que se ha alzado Meloni al proponer una transformación de la UE.

Una transformación que haga de la Unión Europea una organización más humana, menos robótica y burocrática, más respetuosa con la soberanía nacional de los Estados que la conforman, sustentada en unos principios culturales, filosóficos, morales, históricos y religiosos que se sitúen por delante de los intereses económicos y mercantilistas, defendiendo así una identidad europea real y palpable.

Una Unión Europea que necesitaría una capital que simbolice ese bagaje identitario, cultural e histórico y no una mera sede de instituciones burocráticas.

Una capital que, por su papel civilizador y su función como faro identitario de Europa, debería ser, en opinión de Meloni, la ciudad de Roma y no la de Bruselas.

¿Por qué no Santiago?

Obviamente, la aseveración de Meloni responde a una generalización, o simplificación, de lo que es la UE. Para empezar, la Unión Europea no tiene una capital, sino varias sedes de sus instituciones.

Cierto que Bruselas acoge la mayor parte de las oficinas comunitarias, además de la Comisión. El Consejo, sin embargo, tiene su sede en Bruselas, pero también en Luxemburgo.

El Parlamento Europeo tiene tres sedes: Bruselas, Estrasburgo y Luxemburgo, mientras que el Banco Central Europeo está en Fráncfort y el Tribunal de Justicia en Estrasburgo.

Parece una propuesta demencial, pero, por supuesto, existen argumentos. En concreto, ¿por qué no situar la capital europea en Santiago de Compostela?

No se trata de una elección al tuntún, sino una propuesta bien fundamentada. Hoy Santiago es una pequeña ciudad periférica que, si bien es capital de Galicia, ni si quiera es capital provincial.

Pero hubo un tiempo en que una Europa medieval, sumida en tiempos oscuros, dividida, arrasada por la peste y las guerras y asediada por el pujante poder islámico comenzó a mirar a Santiago de Compostela y comenzó a peregrinar su catedral convertida en una nueva Jerusalén.

De hecho, Santiago sigue conservando aún hoy ese poder de atracción cultural para todos los pueblos de Europa, que siguen peregrinando a su catedral. El año pasado completaron la ruta casi medio millón de personas, lo que sitúa a la capital gallega como uno de los grandes polos identitarios europeos con un destino indudablemente cristiano.

Desde el descubrimiento de la tumba del apóstol Santiago el Mayor en tiempos del obispo de Iría Flavia, Teodomiro, entre los años 820 y 830, la sede compostelana –tanto el antiguo templo como la actual gran catedral románica del siglo XII– centró la atención del mundo cristiano.

Pronto empezaron a llegar peregrinos procedentes de toda Europa a los que el hallazgo de la tumba de Santiago y el surgimiento de una nueva Ciudad Santa como destino de peregrinación dio nuevas esperanzas. Encontraron en Compostela el gran símbolo de perdón y salvación del alma que necesitaban.

En los siglos X y XI el Camino de Santiago era ya una ruta de peregrinación consolidada, tal vez la ruta de peregrinación más popular de Europa, y eso tuvo sus consecuencias.

A través de la ruta a Santiago circularon a lo largo de todo el continente europeo nuevas ideas artísticas, religiosas y políticas. El camino de Santiago permite la articulación de una identidad cristiana-europea común, uniformiza la cultura europea con la difusión del arte románico primero y gótico después.

Se expanden las órdenes religiosas y los reinos se construyen a lo largo de su recorrido (véase la articulación, por ejemplo, de los reinos cristianos de la España de la Reconquista).

Existe una cita (hoy considerada apócrifa) de Johan Wolfgang von Goethe que dice que «Europa se hizo peregrinando a Compostela». Se auténtica o no, esa cita resume muy bien lo que Europa le debe a España y a Compostela.

Llevando el asunto a la cultura popular actual, el escritor británico super ventas Ken Follet dedica en su best seller Los pilares de la tierra varios capítulos al camino de Santiago y a la catedral compostelana, y también él defiende el papel capital jugado por la tumba del apóstol en la construcción de la identidad europea.

Y si la Europa de hoy debe tanto o más a su construcción medieval que al Imperio Romano, y si esa construcción medieval tuvo su pilar en la peregrinación a Compostela, ¿por qué no situar la hipotética capital europea en Santiago en vez de en Roma?

comentarios
tracking