'El río de cenizas': perorata de un apestado en la Sierra
Rafael Reig emociona y divierte con una novela confesional que transcurre en una residencia de ancianos en tiempos de pandemia
En la primavera de 2020, quien no horneó pan en casa escribió un libro. A la aprensión inherente al coronavirus, se sumaba el temor a la posterior oleada de «libros pandémicos». No ha llegado la sangre al río y el embate mayor (los diarios del año de la peste) pasó ya sin despelucarnos. Novelas «coronavíricas» ha habido, pero menos de lo esperado y las que ha habido seguramente serán peores que las que se escriban en veinte años, cuando la pandemia realmente encuentre un marco natural, no forzado, en la narración.
El río de cenizas no es una novela estrictamente sobre la pandemia, aunque de fondo transcurre, con alcance mítico y a menudo paródico, algo muy parecido a lo que vivimos en 2020. El propio protagonista, alimentado por su fantasía, la fantasía de sus compañeros de la residencia de ancianos Los Carrascales y los mensajes confusos y extraídos al desgaire de los noticiarios, observa con curiosidad el avance de la «peste»: «Dicen que en Grecia hay islas y pueblos del interior en los que todos los habitantes fallecieron en un solo día, y a los que nadie se atreve a entrar, ni siquiera para desconectar las teles y las radios, que siguen retransmitiendo mesas de debate y avances informativos para los impávidos cadáveres».
tusquets / 256 págs.
El río de cenizas
Con esa amenaza de fondo, que va avanzando a lo largo del relato, el narrador, un hombre de setenta años con una posición desahogada, va desgranando sus «recuerdos de egotismo» en una residencia que fácilmente ubicamos en la Sierra de Guadarrama, tan bien conocida por el autor. Allí, a principios de siglo, crecieron como setas los viejos sanatorios para tuberculosos junto a los albergues para montañistas. El río de cenizas es, de hecho, una novela de sanatorio sin sanatorio, entre Marco Aurelio (por más que le joda al protagonista) y Thomas Mann, con algo de la Juventud de Sorrentino y otro poco del Instituto Benjamenta de Walser, pero para ancianos en lugar de infantes, aunque no sea dos cosas tan diferente. En Los Carrascales encontramos a Nica, el Settembrini del lugar, a la sentenciosa Casilda y a Vero, una mujer pegada a una batuta fantasma. Todos comparten un destino: «He tenido que esperar demasiados años, hasta llegar a Los Carrascales, para aceptar agradecido que comparto la misma suerte que mis semejantes, a quienes no he elegido, ni ellos a mí, pero estamos juntos».
Es ésta una narración confesional excelente, libre de grandilocuencia, como son las cosas vistas con perspectiva y perspicacia
Es ésta una narración confesional excelente, libre de grandilocuencia, como son las cosas vistas con perspectiva y perspicacia. Como crítico pluriempleado en sus cosas, muy a menudo me veo obligado a «beberme los libros» por razón de los plazos; en este caso, la frase hecha se aviene con su sentido celebrativo. Este libro ponderado y ameno, tierno e inteligente, tiene el inestimable valor de situarnos en nuestro futuro más probable: una residencia de ancianos. Y no está mal echar una ojeada, pues, aunque cada vez son más numerosos los ancianos en nuestro país, la senectud (por decirlo con Svevo) está en clara remisión en la narrativa contemporánea.
En esta «pecera» residencial, las pasiones mundanas no quedan fuera (tampoco las cantidades industriales de sexo y alcohol de los libros de Reig) aunque están matizadas, como quedan los brazos laxos después de un valium. Eso debe ser la vejez: un vivir continuado bajo los efectos de un sedante. De manera que hay deseo y hay dolor, pero no hay la agonía propia de la juventud. Porque el ego va quedando al otro lado del cristal y se le puede mirar al igual que a un amigo equivocado. En estos tiempos de deconstrucción (de todo y para todo), entendemos con Reig que la única deconstrucción posible, honesta y funcional es la del ego y las apariencias. Solo así es posible leer el pasado sin ansia y entender el futuro sin miedo, aunque el futuro sea el hijo propio y se asemeje tanto a nuestro pasado.
Este libro ponderado y ameno, tierno e inteligente, tiene el inestimable valor de situarnos en nuestro futuro más probable: una residencia de ancianos
En la relación con el hijo, de quien no se nos ahorran satíricas descripciones (esa «actitud positiva», esas «chiquilladas de novedades editoriales»…), Reig apura las enseñanzas y discurre sobre la culpa y la herencia. «A veces me pregunto qué falsa moneda le habré entregado a mi hijo, y de quién la recibí yo. ¿Y qué hará con ella Gonzalo?». También en mi novela favorita de sanatorio, Perorata del apestado, de Gesualdo Bufalino, circula un falso óbolo: es para engañar al Barquero. La gran diferencia es que allí es un joven quien aguarda la muerte, y contra ella se rebela por instinto, mientras que en el caso del residente de Los Carrascales queda poco por lo que luchar. Todo ha sido dicho y todo está perdonado; no tiene sentido mantener las caretas: «Quiero que sepa que no soy quien aparento».