La leyenda de Achúcarro suma nuevos capítulos
A sus gloriosos 91 años, el pianista bilbaíno acaba de obtener otro gran éxito en la nueva temporada de la RTVE, con un Chopin de gran clase
La abundancia de la oferta musical de este otoño obligaba hace un par de días a tener que elegir entre dos pianistas españoles: o el recital de Josu de Solaun en el auditorio o Achúcarro enfrentándose, de nuevo, al «Segundo» de Chopin en la temporada de la Orquesta de la RTVE. Como el valenciano, que va a ser una gran figura, un intérprete de una hondura y unas capacidades que le acreditan para dejar huella, tiene aún mucho recorrido por delante, había que visitar al decano bilbaíno, que se encuentra ya disfrutando de la prórroga, pero una como esas vibrantes que a veces ofrecer la «Champions» en semifinales, y no las cicateras postrimerías en las que se malgastan los minutos por ver si se engaña al reloj.
Ver salir a este señor de Bilbao, caminando erguido, como si tal cosa, para situarse rápidamente ante el piano sin ninguna colaboración, mientras se atusa la abundante, y aún rebelde, melena argéntea, a sus noventa y un años, constituye ya un edificante espectáculo: qué bien conserva la dedicación a la música cuando permite desarrollar una vida plena, como la suya, a su alrededor. El gran Claudio Arrau rechazaba como una insostenible falacia eso de que la senectud aporta una indefectible serenidad al pianista (o a cualquier intérprete), traducida como falta de vigor. Por el contrario, «si has sido intenso toda tu vida, lo serás más cuando te vayas haciendo mayor», decía.
Desde luego, en Achúcarro no se perciben debilidades ni fatigas, al contrario, hay en él como el deseo de zambullirse lo más pronto posible en las delicadas aguas chopinianas, un impulso urgente. Hasta en algún momento, totalmente implicado desde la introducción, parece querer «tirar» hacia delante de la orquesta con brío, como en el primer movimiento. Por el camino puede perderse alguna nota, pero eso qué importa cuando se toca así, con ese sentido de la proporción y un fraseo depurado, que distingue la clase del mero oficio.
La introspección se alcanza en el larghetto, al que el intérprete dota de un hondo sentido poético pero sin cargar jamás las tintas, sin azúcar añadido ni contorsiones, trazando en el aire la esencia de una melancolía en la que los operistas románticos a buen seguro hallaron inspiración. Finalizado el conclusivo tour de force, que sirvió con arrojo, precisión y belleza, repitió una de sus chanzas recurrentes, atribuyéndole a la «huelga» de su mano derecha la culpa por tener que despedirse ofreciendo, como regalo, el Preludio y Nocturno op. .9 de Scriabin, especialidad de la casa.
El alarde virtuoisístico pasa a un segundo plano, lo que importa subrayar aquí es la emoción que brota desnuda del sonido, de una extraordinaria pureza. Con esta exquisita miniatura de honda raíz espiritual detuvo el tiempo, antes de que la sala al unísono volviera a estallar en ruidosas, justas y cariñosas aclamaciones: en este momento de su impecable trayectoria se reconoce la interpretación, y un poco también la leyenda que ha logrado forjarse, su constancia, tesón y entrega. Todo un ejemplo.
Achúcarro y Slatkin, gran combinación
Visitaba la Orquesta de la RTVE, que mantiene intacta la estimable calidad con la que nos hizo disfrutar en los últimos conciertos bajo la batuta de Pablo González, el estupendo director norteamericano Leonard Slatkin. La colaboración con Achúcarro resultó óptima. Ya venía precedida por un notable arranque, una obra contemporánea, como suele ser habitual estos días (los nuevos compositores han reemplazado en los programas a las lejanas oberturas en calidad de «teloneros»). Con la cuota moderna ahora se ha juntado otra: es siempre preferible que la obra elegida pertenezca a una mujer. De Cindy McTee, presente en la sala, se interpretó su Circuits, otro ejemplo del minimalismo que sigue llegando de América, aún después de los Reich, Adams, Glass y por ahí.
Resulta ciertamente admirable el entusiasmo que muestran casi siempre estos autores al saludar, como si les hubiesen estrenado el equivalente de la Missa Solemnis beethoveniana. ¿No sería mejor programar menos de estos «cachitos de actualidad» y, cada tanto, ofrecer de algunos de ellos una composición importante, que «haberlas haylas»? Desde luego, la pieza elegida de McTee tiene interés suficiente en su construcción, en su hábil exploración de la tímbrica orquestal, como para que pudiera pensarse en algo con mayor sustancia. La magnífica respuesta orquestal, en todas sus secciones (sobresaliente percusión en Circuits), durante las dos primeras piezas del programa alcanzó el nivel más destacado en la Primera sinfonía de Jean Sibelius por la posibilidad de brillar en ella que ofrece esta melancólica partitura cuando cuenta, además, con un director como Slatkin, austero a la hora de dosificar las emociones, jamás desbordadas.
Siempre que escucho el inicio del primer movimiento, el tema confiado al clarinete, pienso lo mismo: «¡Va empezar El padrino!». Stravinski afirmó en una ocasión que «el verdadero compositor no copia, roba». Entre los autores de bandas sonoras de películas abundan los forajidos. Sibelius también se vale aquí de algún recurso ajeno: la atmósfera, ciertas reiteraciones, esa manera de administrar los clímax conducen inexorablemente al reconocible universo de Chaikovski, aquí camuflado con sutiles gotas de perfume finlandés. Una música maravillosa (¿para cuándo una integral de sus estupendas sinfonías, casi siempre nos quedamos en la Segunda?) que la Orquesta de la RTVE recreó con acierto en una interpretación cálida y apasionada, siempre bajo el control de Slatkin contrastando dinámicas, calibrando planos con rigor y destellos de fantasía. Todos resultaron muy aplaudidos.