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El director de orquesta Josep Pons

El director de orquesta Josep PonsONE

Josep Pons y la Orquesta Nacional, entre el éxtasis y la locura

El director catalán regresó al podio de la ONE para ofrecer un gran concierto con obras de Mozart, Scriabin, Wagner y un estreno de Colomer

El pasado fin de semana volvía Josep Pons a ponerse al frente de la Orquesta Nacional, de la que fue director titular durante un fructífero periodo, con un programa abultado y rico en sutiles sugerencias. A partir de la obra que la propia institución encargó en su día al compositor Juan J. Colomer, inspirada por la idea del omnipresente suicidio (cada vez más, pese a la práctica instaurada de ignorarlos) en nuestros tiempos atribulados, se podrían llegar a establecer interesantes conexiones con el Tristán wagneriano, a su vez relacionado con el Poema del éxtasis de Scriabin, pentagramas recorridos por la exaltación, por ese fulgor ideal en el que vida y muerte parecen fundirse en una instancia superior, donde acaso todos los misterios de la existencia alcancen por fin un significado trascendente.

Y en medio de todo Mozart, el Mozart más reflexivo, que una vez dominada la forma de sus conciertos para piano, una de sus fuentes más ricas y lúcidas de expresión, se permite iluminar desde dentro el contenido, permitiendo que brote, por encima de cualquier hallazgo compositivo, esa voz desnuda interior que permite adivinar los estados de ánimo del autor, aproximarse a su pensamiento más íntimo.

La joya de la corona, el «Concierto número 23, K.488»

Coincido con Cuthbert Girdlestone, cuando en su magnífica obra consagrada al análisis de estas obras (Mozart & his piano concertos, Ed. Dover) señala que para hacerles justicia resulta casi más importante contar con un buen director, al frente de una óptima orquesta, que de un pianista sobresaliente. Lo contrario no suele nunca funcionar. Por eso, entre las innumerables grabaciones que existen de la joya de la corona de todos sus conciertos pianísticos, este número 23, K. 488, las versiones de Horowitz con Giluini, desprovista de vacilaciones o mi preferida, la de Pollini con Böhm, algo más reposada, ocupan siempre los puestos de relevancia.

En esta pieza del programa, Pons, un director escasamente elegante en el gesto, pero con ideas interesantes que a menudo se imponen sobre el falso brillo externo, acertó a aclarar esas corrientes subterráneas que subrayan, aquí y allá, la importante conexión que Mozart establece entre los instrumentos de viento en el diálogo de la orquesta con el piano. El virtuoso no tiene aquí mucho trabajo, hasta las postrimerías: por encima del adorno o la velocidad se impone la transparencia, la franqueza, la hondura de una cálida conversación entre amigos al caer la tarde, pródiga en confidencias e intimidades, bañadas por una luz vagamente melancólica. El pianista Nelson Goerner se mostró fiel conocedor de la obra y de su espíritu, entre dos extremos, vigoroso en el final y contemplativo en esa misteriosa siciliana en la que caben todas las posibles tonalidades de tristeza, ya presentidas en el Allegro de inicio. Pese a la intensidad de los aplausos esta vez no hubo regalos; a veces después de obras como esta se agradece el desaire: su efecto balsámico precisa poder disfrutarse con calma.

Colomer ante el drama del suicidio

Antes de la música del compositor salzburgués, se había escuchado la citada obra del valenciano Colomer, empeñado sobre todo en la elaboración de bandas sonoras, que se sirve en esta pieza de varios poemas de Javier Bonet Silvestre para hablar del malestar de quienes sienten que este mundo los expulsa. Los textos, alusivos principalmente al estado de ánimo de una persona que sufre severo trastorno psicológico, y sus trágicas consecuencias, son expuestos por un barítono y una mezzo, aquí Joan-Martín Royo y Maite Beaumont, fieles, efectivos traductores de un dramatismo sugerido, desprovisto de acrobacias o desgarros. Escritura sencilla que apela a la sensibilidad del oyente sin exigirle grandes esfuerzos, pero que tampoco llega a calar hondo. Se deja escuchar sin más, iluminando el simbolismo no demasiado elaborado que encierran los versos de El silencio después.

La música de Wagner, aunque sea convenientemente reducida y «arreglada», posee ese ímpetu que agita siempre por dentro

Emparedada entre creaciones máximas como el Preludio y el Liebestod del Tristán wagneriano y el Poema del Éxtasis de Scriabin, normal que lo de Colomer supiera a poco. Es siempre una lástima escuchar el primer acorde y no poder sumergirse de lleno en todo ese océano de posibilidades infinitas que ofrece la ópera entera del compositor alemán, como incompleto resulta el goce de alcanzar la plenitud de ese liberador estallido final sin contar con la voz de una soprano de las de verdad… Pero en cualquier caso la música de Wagner, aunque sea convenientemente reducida y «arreglada», posee ese ímpetu que agita siempre por dentro, aunque, como en esta ocasión, la versión de Pons optase más por una cierta mirada contemplativa que por la pura exaltación, ese efecto narcótico que Stravinski creía definitivamente desterrado por «la circulación de drogas más fuertes».

El director reservó el desmelene para el Scriabin del final, un compositor que presenta algunas coincidencias con Wagner: el dandismo militante, y en algunos casos exacerbado, consecuencia de su amor compartido por el lujo, y una cierta incontinencia «verborreica» pródiga en explicaciones elaboradas para proporcionar a sus creaciones musicales un sello filosófico que justificase su trascendencia. Wagner creía en la fusión de todas las artes, lo mismo que luego propondría Scriabin. Pero si el alemán pensaba que esa confluencia tenía que materializarse en el ámbito teatral, su colega ruso iría un paso más allá al proponer que el arte debería unirse con la filosofía y la religión en un todo indivisible que diera lugar a un nuevo evangelio.

Final rutilante, con un Pons entregado

En fin… Lo mejor que ambos nos han legado es su música, que hoy podemos disfrutar ya sin necesidad de recurrir a sus propias teorías, difundidas por los medios de la época. Aunque algunas de sus expresiones, que en el momento pudieron ser hasta escandalosas, no dejan de resultarnos hoy, como poco, divertidas. «Quisiera poseer el mundo como poseo a una mujer», decía Scriabin, mientras en su Poema del Éxtasis, Aldous Huxley creía apreciar «la pieza musical más obscena jamás escrita». Lástima que el autor de «Un mundo feliz» no hubiese vivido para conocer el reguetón. Rutilante fue la lectura que la ONE desplegó de esta obra en manos de Pons, magníficamente delineada en su planificación, desde la inquietante atmósfera inicial hasta los clímax para desembocar en el gran estallido final que casi no pudo disfrutarse, varios desaprensivos comenzaron a aplaudir inmediatamente, como si en ello les fuera la vida.

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