El portalón de San LorenzoManuel Estévez

La mesa de los huevos

Cada fraile tenía derecho a una botella de vino blanco de pitarra o tinto «piñuelo» del año, equivalente al contenido aproximado de cuatro «medios» para todo el día

Actualizada 05:05

Una tarde del año 2000 partimos desde la finca de Pedrajas un grupo de antiguos compañeros y conocidos de Westinghouse. Queríamos dar un paseo bajando por esa parte de nuestra sierra hasta llegar al Monasterio de San Jerónimo, situado campo a través por debajo de la citada finca. Venían Rafael Alejandre, Rafael Parra, Bernardo Romero, Paco Luque y Rafael Ruiz, junto a unos pocos más que íbamos algo más rezagados por ser menos duchos en lo de moverse por esos complicados terrenos. Descendimos por una ladera muy difícil y empinada, llena de matorrales con lentiscos, jaras y retamas, así como esparragueras, que siempre fueron nuestra predilección en nuestras salidas al campo. Rafael Parra, el eficiente encargado del economato de nuestra fábrica, conocía muy bien aquella zona, y nos comentó que la ladera a la izquierda del Monasterio se llamaba el Rodadero de los lobos, nombre que, la verdad sea dicha, no nos sonaba de nada. A mitad de camino, cansados, quisimos atrochar directamente hacia el Monasterio, para lo cual tuvimos que cruzar varios pequeños arroyos que, nos comentó Rafael, se llamaban Guarromán, Alamillo y Matalagartos.

Después de muchas fatigas, por fin llegamos al Monasterio de San Jerónimo. Nos sorprendió que, en contra de lo habitual, había bastante gente que subía hacia el mismo habiendo dejado el coche atrás. Otros, en cambio, con anchas y altas ruedas en sus vehículos, subían hasta coronar la entrada. Enseguida deducimos que allí debía de tener lugar algún acto importante.

Con el fin de tratar de pasar desapercibidos nos arreglamos como pudimos un poco la indumentaria, e intentamos entrar dentro de aquel recinto uniéndonos al gentío. Tuvimos suerte, porque un señor muy educado nos llevó hasta la misma puerta de la iglesia, a la cual accedimos, donde nos sorprendió que el techo del baptisterio estaba al aire libre. Giramos hacia la derecha y entramos en un gran patio cuadrado y porticado, con una bonita fuente en el centro. La gran mayoría de nosotros nunca había estado en este hermoso recinto, por lo que mirábamos todo extrañados. Al fin nos enteramos de lo que pasaba: se iba a dar un concierto de canto gregoriano que iba a dirigir don Manuel Nieto Cumplido con su Schola Gregoriana Cordubensis.

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Vimos a la gente de la coral con su traje negro y, entre ellos, para nuestra sorpresa, a Ildefonso López, antiguo compañero de Westinghouse. En el coro también había varios profesores de instituto, sacerdotes secularizados, e incluso algún médico que conocíamos de vista u oídas. Entre los espectadores había gente de mucho postín, ya que estando esperando junto a la iglesia y el patio anexo vimos a la propia marquesa, propietaria del Monasterio, que decía: «Por favor, cuando me vean en compañía de mi esposo no me llamen por marquesa». No supimos el alcance de esa sugerencia, y sería el ex-ministro Pimentel, que también andaba por ahí, el que lo aclarara: «Es que la marquesa respeta mucho la presencia de su esposo». Pimentel conocía muy bien a «Ina», nombre con el que familiarmente se conocía a la marquesa, porque su finca El Hornillo, con sus almendros característicos, estaba muy cerca de las tierras del Monasterio, e incluso a veces sus caballos se escapaban y pasaban de un sitio a otro.

En aquel patio tan solemne los espectadores se fueron acomodando. Un gran grupo compuesto por personas que suponíamos de alta y rancia nobleza se sitúo en la galería del frontal, de espaldas a lo que serían las vistas a Córdoba. La coral se situó en el centro del patio por detrás de la fuente. Y en las galerías laterales, aprovechando unas largas bancas como las de las iglesias, nos pusimos nosotros, junto a un grupo de gente muy diversa. Todos estábamos expectantes hasta que empezó aquel concierto. A partir de entonces, sólo el sonido del agua que brotaba de aquella fuente se confundía con el eco de fondo del canto gregoriano en medio del silencio de la sierra.

El concierto, a decir de los que entienden, estuvo espléndido, asegurando incluso que posiblemente ni en el famoso claustro de Santo Domingo de Silos hubiese resultado una entonación mejor. Pero a nosotros nos preocupaba sobre todo cómo volver a Córdoba, porque se nos estaba haciendo tarde para volver a pie por donde habíamos venido. Así que Bernardo Romero se dio a conocer con un tal Barea, sobrino de Juan Barea, el economista relacionado con ETEA que pasó de colaborar a terminar enfrentado con el presidente José María Aznar. Lo que realmente nos interesaba era que el conocido de Bernardo había ido solo en una furgoneta de color verde que, aunque muy apretujados, resultaba ser el transporte ideal para todos nosotros.

Resuelto el problema del transporte, nos tranquilizamos y pudimos realizar sin prisas una pequeña visita por los interiores del Monasterio organizada tras el concierto. Accedimos a un enorme salón decorado en tonos verdes, con un mobiliario tan antiguo como las colgaduras del Gran Capitán (el cual, por cierto, estuvo tentado en su juventud de retirarse del mundo en este Monasterio). Nos llamó la atención un enorme gato contrahecho colocado sobre una de aquellas ricas mesas. También pudimos observar sobre otra mesa un ejemplar del libro sobre la Catedral de Córdoba editado por Cajasur, con una especial dedicatoria para la marquesa de don Miguel Castillejo.

Seguidamente pasamos a lo que se llamó el refectorio de los frailes, y nos sorprendieron las anchas y largas mesas, la decoración con cuadros y el mismo púlpito, desde el cual, mientras duraba la comida, el lector narraba el tema del día. En esta sala se formó un pequeño grupo alrededor de don Manuel Nieto, que estaba hablando sobre la «mesa de los huevos», comentando en plan jocoso que el colesterol no debía de ser una preocupación para los médicos ni para los frailes de entonces, pues cada uno de éstos podía comerse entre cuatro a seis huevos diarios. Por eso, a la entrada al refectorio era habitual contar con una mesa atravesada repleta de bandejas con huevos cocidos, fritos y rellenos, para que cada fraile cogiera los que necesitase. Menú acompañado, además, de un buen vino, pues cada fraile tenía derecho a una botella de vino blanco de pitarra o tinto «piñuelo» del año, equivalente al contenido aproximado de cuatro «medios" para todo el día. En Córdoba capital, decía Nieto, el vino era “un alimento» y para los frailes del Monasterio de San Jerónimo «un acompañamiento». También nos explicó que su dieta se acompañaba de carne, y que las matanzas se hacían en las fincas El Hornillo y Rosales por aquellos tiempos propiedad de los frailes. En cualquier caso, no debía olvidarse que estos frailes daban de comer a diario a muchos cordobeses que se acercaban al Monasterio en petición de ayuda.

Tras terminar la visita, ya de camino de vuelta a Córdoba en la furgoneta de Barea, éste sacó el tema del Marqués del Mérito, que había sido propietario del Monasterio de San Jerónimo. Comentaba que, como para muchos bodegueros de Jerez, Cuba había sido un gran escaparate para sus vinos y sus licores, y que las bodegas del Marqués también estuvieron allí en primera fila. Se especializaron en vinos «santos para curar», y les pusieron el nombre de todas las advocaciones del santoral de la isla, destacando «La Caridad de Nuestra Señora del Cobre», vino tónico muy famoso que se antojaba muy bueno para la salud.

Continúo hablando Barea de que esta bonanza terminó con la revolución cubana (1960-61), lo que unido a una mala racha en sus otros negocios, terminó con el Marqués vendiéndole a su hija el Monasterio, ya que ella había heredado buena parte de la fortuna del «rey del estaño» por parte de su madre. Esta hija y heredera del marquesado, Victoria Elena López de Carrizosa y Patiño, «Ina», nació en Paris en 1932, donde pasó sus primeros años, y posteriormente vivió gran parte de su vida en el palacio de los Condes de Torres Cabrera.

Por fin llegamos a Córdoba y terminamos nuestra jornada tan peculiar, un día que planificamos como un simple paseo por el campo entre amigos y en el que terminamos visitando un Monasterio, asistiendo a un concierto de canto gregoriano y rodeándonos de la historia de la más alta aristocracia cordobesa.

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