La opera bufa de Puigdemont y la complicidad del Estado
La justicia ya no será el baluarte de la libertad, sino una herramienta de manipulación al servicio de los poderosos
El jueves asistimos al estreno de un show tan rocambolesco que ni los hermanos Marx habrían podido imaginar. Carles Puigdemont, ese prófugo de la justicia convertido en estrella de reality show, hizo su aparición estelar en Barcelona, se pavoneó por Las Ramblas, y antes de que nos diéramos cuenta, ya había desaparecido de nuevo. Un Houdini del independentismo, pero sin gracia, y con la complicidad de un Estado que parece más empeñado en darle cuerda a su carrera como fugado que en ponerle fin.
Y es que lo que vivimos fue la culminación de una de las farsas más humillantes que recuerde esta España nuestra, tan dada a la pandereta últimamente. Mientras algunos se estrujaban el cerebro pensando en cómo atrapar a este encantador de serpientes, otros, con uniforme y placa, parecían más interesados en ayudarle a elegir la mejor ruta de escape. Porque, díganme ustedes, ¿cómo se explica que en pleno siglo XXI, en una ciudad como Barcelona, rodeada de cámaras, drones y agentes de seguridad, un hombre logre entrar y salir como Pedro por Moncloa? Claro, luego nos cuentan que se desplegó una «operación jaula». ¡Jaula! ¡Pero si la puerta estaba abierta y con el felpudo dando la bienvenida!
Lo peor de todo es que mientras este teatro barato se desarrollaba, en el Parlament se firmaba uno de esos pactos que solo pueden gestarse en las tinieblas: Salvador Illa, aclamado como presidente a cambio de unas cuantas monedas de plata, o en este caso, de una financiación extra para Cataluña. Porque, claro, en la España de Pedro Sánchez, la igualdad entre los ciudadanos no pasa de ser una bonita frase para los discursos, mientras que la realidad se decide en despachos oscuros a golpe de talonario. Eso sí, que nadie se queje, que esto se hace por el bien de todos, aunque «todos» signifique «los de siempre».
Pero volvamos a nuestro protagonista, o mejor dicho, a sus co-protagonistas: los mossos d'Esquadra que ayer, cual Sancho Panza, decidieron que la mejor forma de servir a su señor era ayudándole a escapar. Sí, queridos lectores, esos mismos mossos que juraron proteger la ley parecen haberse tomado una licencia poética para reinterpretar su papel. ¿Cómo? Pues con una actuación digna de un Óscar al mejor encubrimiento. Porque según el Código Penal, eso de ayudar a un delincuente a fugarse no es precisamente un acto de caridad, sino un delito. Y si además lo haces aprovechando tu uniforme, ese que te otorgó el Estado para defender la legalidad, la cosa se pone aún más seria. Ah, pero qué divertido debió de ser para ellos. «¿Dónde estará Puigdemont?», se preguntarían con una sonrisa, sabiendo perfectamente que la respuesta estaba más cerca de lo que nos contaban.
Lo cierto es que la España de hoy parece estar viviendo uno de esos sueños febriles de los que no puedes despertar. Mientras Puigdemont nos toma el pelo, Pedro Sánchez sigue negociando su propio futuro político como un mercader en un zoco, vendiendo al mejor postor las pocas monedas de dignidad que le quedan a este país. ¿Y nosotros, los ciudadanos? Pues mirando, como si esto fuera la última temporada de una serie de Netflix, con la diferencia de que aquí no hay un guionista que arregle el desaguisado en el último episodio.
Lo que sucedió no es más que la confirmación de que nuestras instituciones están en ruinas, de que la justicia es un chiste y de que la igualdad entre los españoles es una broma de mal gusto. Y mientras tanto, Puigdemont sigue riéndose desde algún rincón de Europa, sabiendo que cada vez que vuelva, nos regalará otro episodio de esta serie tan triste como absurda.
Lo más indignante de todo este espectáculo es cómo el Gobierno está destrozando la separación de poderes, torpedeando y contaminando la justicia para salirse con la suya. Mientras a Puigdemont se le ofrece una amnistía como si fuera un héroe de guerra, al ciudadano común se le aplica la ley con todo su peso por cualquier infracción menor. Estamos presenciando cómo se manipula el sistema judicial para servir a intereses políticos, desmantelando la igualdad ante la ley que debería ser el pilar de cualquier democracia. El Ejecutivo, en su ansia de perpetuarse en el poder, está dispuesto a socavar la independencia del poder judicial, sacrificando principios fundamentales a cambio de pactos oscuros y favores políticos. Esta amnistía selectiva y la impunidad para los políticos de turno son la última estocada a la credibilidad de un Estado que ha decidido que, en esta España deshilachada, la ley es un traje a medida que se adapta a los caprichos del gobernante de turno. En lugar de defender la integridad de nuestras instituciones, el Gobierno las está dinamitando desde dentro, dejándonos a todos indefensos ante un futuro donde la justicia ya no será el baluarte de la libertad, sino una herramienta de manipulación al servicio de los poderosos.
Es hora de que despertemos y de que exijamos que se acabe esta pantomima. Que nuestros líderes dejen de jugar a ser actores secundarios en una película de bajo presupuesto y se comporten como los responsables de un país que una vez fue grande. Que los que ayudaron a Puigdemont paguen por ello, no con palmaditas en la espalda, sino con la severidad que la ley exige. Porque si no lo hacemos, seguiremos siendo el hazmerreír de Europa, un país donde los delincuentes se pasean por las calles mientras los ciudadanos honrados observan impotentes. Y eso, amigos míos, no es el final que merece esta historia. Es simplemente un mal chiste contado por un pésimo narrador.