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Sacos de trigo apilados

Sacos de trigo apiladosAFP

El trigo, el cereal de las revoluciones

Ucrania, la despensa de Europa: ¿cómo afecta la guerra en nuestra mesa?

Ante la crisis alimentaria producida por la guerra de Ucrania cabe recordar que los vándalos echaron el cerrojo al granero de Roma y pocos años después caía el mayor imperio que había conocido la humanidad

Vivimos tiempos raros. El equilibrio internacional burbujea como placas tectónicas a las que el magma agita, compone y descompone a placer. Guerras, desabastecimiento, políticas infames e intereses se mezclan y se acomodan en este gran puzle que observamos en directo y que es el incierto presente.

Y de fondo palpita una realidad preocupante, imprescindible y compleja: la alimentación. La despensa del mundo durante muchos años ha sido Ucrania. Los trigos ucranianos abastecían a multitud de países, Ucrania era la despensa del mundo, como Egipto fue en la Antigüedad el granero de la de Roma. Los paralelismos históricos son modelos de los que debemos aprender.

El bloqueo ruso a Ucrania nos ha hecho comprender la importancia de este cereal. Ya se ha perdido una parte importante de la cosecha por causa de la guerra, y las altas temperaturas han complicado y perjudicado gravemente parte de las cosechas en España e Italia. El precio del trigo ha subido un 40 %, algo que parece inasumible para cualquier economía, desde la más modesta a las nacionales. Es una situación compleja que funciona como un auténtico bucle, porque el trigo alimenta al ganado, y además hay muchos productos más allá del pan cuyo principal ingrediente es la harina. Y cuando se encarecen las bases alimentarias arrastran en una vertiginosa espiral al resto de los productos. Y sí, tenemos un problema, no hay lugar a duda.

La base de la alimentación de las sociedades históricas más importantes siempre ha sido un cereal. Arroz en China y el sudeste asiático, maíz en la América prehispánica y trigo en el Mediterráneo y Oriente Medio. Los seres humanos interactuaron desde época muy temprana con los trigos. Su primera relación fue consumir los granos directamente de la espiga, antes de que se endurecieran excesivamente. El trigo tomado así no se digiere bien, desde luego, pero los hombres aprenderían el proceso de cultivo y de elaboración. Se estableció una amistad que sería enriquecedora y milenaria para ambas partes. Desde aquellos primeros acercamientos, hubo que avanzar en el tiempo para que el cultivo de esos trigos casuales nos condujera plenamente al Neolítico.

Durante mucho tiempo se creyó que el hombre domesticó al trigo cuando ya se había asentado y abandonado las costumbres nómadas propias del Paleolítico. Sin embargo, estudios recientes afirman que fue justamente al contrario, lo que parece infinitamente más sensato. Primero observaron y consumieron el trigo; después aprendieron a cultivarlo. Probablemente comenzaron a recoger los granos de las espigas más gruesas y abundantes, los plantaban y dejaban crecer durante el fin del invierno y la primavera, mientras iban en busca de otros recursos a zonas más alejadas. Al principio del verano volvían en un recorrido que terminó haciéndose cíclico, a recoger el fruto de esas espigas.

Lo primero que hicieron con él fue tostarlo, salteándolo y haciéndolo crepitar, probablemente sobre lascas de piedra caliente. De esta forma saciaba y tenía mucho mejor sabor. Las primeras cervezas llegarían después, antes incluso que el pan.

Y aquello, que sucedió mucho antes de lo que creíamos, en el 14.000 a.C., resultó ser muy bueno y quitar el hambre con gran eficacia. Además, observaron que podían cultivar una cantidad tan importante con buenísimo rendimiento que empezó a no merecer la pena nomadear. Y claro, estaba la segunda cuestión, porque entonces fue necesario guardar y proteger el exceso de cosecha: los primeros asentamientos fijos ya estaban listos, con despensas primero y después con formidables silos. Y sí, al abrigo de su cultivo fue cuando nacieron las ciudades, y con ellas los imperios. Un formidable hito en la Historia, que progresó aparejada al trigo.

Las primeras variedades que se cultivaron fueron el Eikorn y el Emmer, respectivamente Triticum monococcum y dicoccum. Aquello sucedió en Mesopotamia, el Creciente Fértil, la cuna de la humanidad. Muy pronto, la costumbre de recoger grano y cultivarlo se fue extendiendo, y el cultivo del trigo se diseminó todo lo rápido que permitía la época. Hacia el 3000 a.C. su labranza había llegado a la Península Ibérica.

Los primeros agricultores fueron aprendiendo, y comprobaron que unos trigos eran buenos para hacer tortitas y panes flexibles y que con otros se conseguía la maravilla de los panes leudados. Probablemente una levadura errática dio lugar a la primera masa madre que hoy apreciamos tanto, y a panes más livianos, sabrosos y fáciles de comer.

El mundo clásico se alimentó de trigo, y la base de la dieta mediterránea comenzó su andadura. La completaron el vino y el aceite de oliva. Y con esta sencilla dieta de base conquistaron territorios tan alejados como las Islas Británicas, la actual Alemania, todo el Oriente e incluso la lejana Hispania.

Tanto se arraigó el pan en el consumo popular de todo el territorio romano, que la gente no entendía el acto de comer sin pan. Comer era comer pan. El pan de cada día era lo imprescindible, lo necesario, incluso la bendición de la vida. Lo observamos en todas las culturas de la Antigüedad, en las que se ofrecía pan en ceremonias religiosas, tanto a los dioses paganos de Roma como al Yahvé del mundo judío (panes ázimos del Shabat), de forma que terminó siendo un elemento clave para el mundo cristiano cuando Jesús lo bendijo y repartió en la Última Cena.

Roma se ocupó de que su población estuviera bien abastecida de trigo, hasta el punto de que garantizaba su suministro mediante una institución estatal, la poderosa annona. Y tuvo la enorme precaución de que el pueblo no careciera de pan; hicieron bien, porque en el 75 a. C. hubo un gran tumulto en Roma debido a su carestía. Faltaba pan, y su abundancia terminó convirtiéndose en una promesa oficial, porque cuando este escaseaba peligraban los poderes políticos. Muy pronto se aprendió la lección, y Augusto reformó la annona, que regulaba el precio del cereal y se ocupaba de repartir grano a 200.000 ciudadanos. Pan para todos, paz social garantizada.

También el trigo, o más bien su falta, cumplió su papel en la caída de Roma. La rica y cerealística provincia de África fue conquistada por los vándalos, con su rey Genserico al frente en el 439 d. C. La consecuencia fue nefasta, los buques no cargaron grano y Roma se quedó sin él. Los vándalos habían echado el cerrojo al granero de Roma y pocos años después caía el mayor imperio que ha conocido la humanidad.

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